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miércoles, 1 de junio de 2016

Sean cuales sean sus motivos

Borges escribió que el infierno y el paraíso le parecían desproporcionados: "los actos de los hombres no merecen tanto". A veces, sin embargo, por quiebros del destino, los hombres caminan hacia el infierno y en su mano está salir de él.


Ha transcurrido un día desde que terminara la corrida de Saltillo en Las Ventas y, en 24 horas, aún no he sido capaz de responder a una pregunta, una cuestión fundamental, la raíz de todo: ¿cómo, en la sociedad actual, quedan hombres dispuestos a jugarse la vida, a ir de cabeza al infierno, por una cuestión de honor? ¿Qué sentimiento movió a Sánchez Vara, Alberto Aguilar y José Carlos Venegas a seguir en el ruedo, a continuar hasta el final, hasta el último aliento, conscientes de que la ruleta de esa partida tenía todas las papeletas de caer en la casilla más negra de todas? ¿Quién apuesta hoy así, en un mundo donde prevalece la trampa y la ley del máximo rendimiento por el mínimo esfuerzo?  


Y qué decir de las cuadrillas, que también aceptaron ese juego siniestro de los Saltillos no por conquistar su propia gloria, sino, en el mejor de los casos, la de su matador. ¿Qué sentimiento les impulsa a llegar a tanto? ¿Es una cuestión de honra, de ambición, de avidez de triunfo, de necesidad material, de desafiar al miedo y al destino? En una sociedad acomodada y pudiente, en esta sociedad anestesiada de la Europa del siglo XXI, ¿cómo unos hombres jóvenes y sanos pueden seguir poniendo su vida sobre la ruleta del albero a la espera de saber si les espera el todo o la nada, de saber lo que les dará o quitará un toro bravo? Y cuando el azar les obliga a poner todo sobre el tapete, incluida la vida, ¿qué les hace seguir jugando y no abandonar la mesa para siempre?  


Son héroes y ejemplo para aquellos que intuimos la magnitud de su voluntad, pero ¿cuál es la fuente de su heroicidad? Después de ver a Sánchez Vara, a Aguilar, a Venegas y a sus respectivas cuadrillas en Las Ventas, de verles abandonar la plaza, milagrosamente, por su propio pie, sólo cuando hubo caído el sexto toro, cuando hubieron lidiado los seis a carta cabal, la cuestión de sus motivos me martillea la cabeza y estómago. Los actos de los hombres no merecen un infierno así. Ni tratándose de toreros. Gloria para ellos, sean cuales sean sus motivos.

Fotos: Juan Pelegrín

martes, 27 de octubre de 2015

Los aledaños de nuestro destino

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, 
consta en realidad de un solo momento: 
el momento en que el hombre sabe para siempre quién es” 
(Jorge Luis Borges)


"El destino, al igual que todo lo humano, no se manifiesta en abstracto, sino que se encarna en alguna circunstancia, en un pequeño lugar, en una cara amada, o en un nacimiento pobrísimo en los confines de un imperio.

Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me ha sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino, como si hubiéramos pertenecido a una misma organización secreta, o a los capítulos de un mismo libro! Nunca supe si se los reconoce porque ya se los buscaba, o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de nuestro destino.

El destino se muestra en signos e indicios que parecen insignificantes pero que luego reconocemos como decisivos. Así, en la vida uno muchas veces cree andar perdido, cuando en realidad siempre caminamos con un rumbo fijo, en ocasiones determinado por nuestra voluntad más visible, pero en otras, quizás más decisivas para nuestra existencia, por una voluntad desconocida aun para nosotros mismos, pero no obstante poderosa e inmanejable, que nos va haciendo marchar hacia los lugares en que debemos encontrarnos con seres o cosas que, de una manera o de otra, son, o han sido, o van a ser primordiales para nuestro destino, favoreciendo o estorbando nuestros deseos aparentes, ayudando u obstaculizando nuestras ansiedades, y, a veces, lo que resulta todavía más asombroso, demostrando a la larga estar más despiertos que nuestra voluntad consciente".

Ernesto Sábato (2003)

miércoles, 20 de mayo de 2015

El héroe de nuestro tiempo

Era una tarde ventosa y desapacible. Desplegó su capote ante chiqueros, se postró a porta gayola y su suerte cambió para siempre. Regó el ruedo con tres litros de sangre y entró a la enfermería casi en parada cardiorrespiratoria. Una gravísima cornada en el muslo izquierdo, que afectaba a la femoral, le impidió volver a vestirse de luces. El toro se llamaba "Deslío" y llevaba la divisa de El Ventorrillo. El torero, David Mora. García Padrós, el hombre que le salvó la vida. Desde aquel 20 de mayo, un sueño le desvela algunas noches: anuncia la reaparición a su cuadrilla y, cuando llega el momento, la pierna no responde.


Escribía Alexander Kojeve -uno de los mayores especialistas en Hegel- en La dialéctica del Amo y el Esclavo que, cuando se pone en juego la vida por puro prestigio (o por honor), el hombre se hace reconocer por el hombre. Esta particularidad -que se hace especialmente evidente entre los toreros- nos separa de “la animalidad”, porque el animal es “pura afirmación vital”, de modo que la “negatividad vital” citada por Kojeve es, paradójicamente, la que nos hace “animales distintos”; la que nos hace hombres. “Sin esa lucha a muerte hecha por puro prestigio, no habrían existido jamás seres humanos sobre la tierra”. Mientras David Mora arrastraba el capote hasta la puerta de toriles, por puro prestigio, nos redimía a todos aquellos que fijábamos los ojos en su figura. Sin embargo, como apuntaba Kojeve, “en estas condiciones, la lucha por el reconocimiento no puede terminarse sino por la muerte de uno de los adversarios, o de los dos a la vez”. Y así sucedió: David Mora casi pierde la vida en el túnel hacia la enfermería mientras Antonio Nazaré estoqueaba a “Deslío”.


Borges ya dio de ello en sus milongas, la de Manuel Flores, por ejemplo.

Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.

Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.


En el ruedo, un hombre se juega la vida “por puro prestigio” y, gracias a esta humanidad, el torero se aproxima “al héroe de nuestro tiempo”. Aquel lance a porta gayola de Mora, hace un año ya, no fue en balde, ni siquiera fue una fatalidad, porque nos hizo a todos más hombres.  

lunes, 5 de mayo de 2014

La transformación de las "señoritas" madrileñas

"Una función del arte es legar un ilusorio ayer a la memoria de los hombres"
(Jorge Luis Borges)
 

El 10 de diciembre de 1923 debuta Carlos Gardel en Madrid, y las muchachitas y los chicos de Rafael de Penagos cantan, al salir del Palace y del Ritz, las melodías de arrabal que escenifica Alfredo Le Pera. Decía Octavio de Romeu que nadie sabe lo que hay dentro de un minué. Nadie sabe, tampoco, lo que hay dentro de un tango: en esa pareja de Penagos que se tanguea, percanta y bacán, en la noche mágica del bandoneón desencanallado, que cambia el cuchillo del conventillo de Palermo por el cubo plateado que enfría el champagne en el tango de Penagos. Una vez que Penagos traduce a madrileño el ritmo melódico de Gardel y Razzano, el tango pueden bailarlo ya las burguesitas de falda rodillera. No hay pecado. Hay, en todo caso, picardía, gracia noctámbula, fru-fru de ligas de seda. Seguro que cuando Jorge Luis Borges (escapándose de la tertulia ultraísta de Cansinos Asséns) ve bailar el tango a las muchachitas de Penagos podrá justificarlo como no supo hacer en Valvanera.

Antonio M. Campoy


A Penagos se le conoce, sobre todo, como el creador de un nuevo tipo de mujer, de un modelo en que se concretó nuestra particular Belle Époque. Rafael de Penagos participó intensamente de la ebullición social y cultural de Madrid que, con el cambio de siglo, pugnaba por convertirse en una urbe moderna y abierta [...] Las noticias que desde París traían los viajeros y las revistas ilustradas que circulaban por todas partes influyeron de forma considerable en nuestra sociedad. Pero también es cierto que este Madrid hablador, de café y charla, supo darle un toque particular a la época. Y Rafael de Penagos fue uno de los impulsores de la nueva imagen de aquel Madrid.
 

Como ingredientes, se sirvió del tipo castizo creado por su coetáneo Sancha y por otros dibujantes de la anterior generación, todo ello unido a las novedades francesas y al estilizamiento de la estética rusa -que llegó a Madrid de la mano de los ballet rusos, dejando a su paso una honda impresión-. Con todo ello, Penagos tomó el lápiz y del papel surgió un nuevo modelo de mujer, algo así como el símbolo de esta nueva sociedad, más confortadora y amable, que él mismo deseaba fuera realidad.
 

Y tuvo éxito. De tal forma que las señoritas madrileñas tomaron muy en serio la tarea de asemejarse al máximo a los dibujos de Penagos. Estudiaban con atención los modos y ademanes de esas mujeres que, desde las páginas de Blanco y Negro, Nuevo Mundo, La Esfera y ABC, provocaron todo un impacto en la sociedad madrileña, aprisionada hasta entonces en un provincianismo del que no conseguía salir.

 
Una nueva estética, una nueva forma de desenvolvimiento social era lo que Penagos proponía a través de sus creaciones. Mujeres de mirada penetrante al tiempo que ensoñadora, observando de frente, sin rubor, a veces con un toque de sensualidad que, en sus oscuros y grandes ojos, y en la mantilla que a menudo visten, les devuelve a su raíz mediterránea, sureña. Y las finas manos arqueadas, los labios que nunca pierden la compostura en risas exageradas, el conjunto de accesorios que siempre las rodean, todo ello fue en aquel momento el arquetipo perfecto de la mujer, que todas anhelaban ser.

Ramón Herrero Martín
 

[...] Así es como comenzó a inventarse mujeres que no existían: llegaban oliendo a perfumes franceses; fumaban ¡santo Dios! cigarrillos turcos y egipcios; bebían cocktails; llevaban en la mano, en lugar de barreños, raquetas de tennis (así, con dos enes se escribía); se reunían para tomar el the (así, con h intermedia, a la francesa); les deshinchó la tetas y las convirtió en senos; les cortó el pelo a lo garçon (así se escribía); las enseñó a utilizar el cuarto de baño en lugar de la jofaina. Penagos salía, cada día, a la calle, dando la noticia de otro mundo, otros seres, predicando su bella buena nueva, hasta que las mujeres reales comenzaron a parecerse a las soñadas por él.
 
José Hierro

lunes, 28 de abril de 2014

Amador. El último Minotauro


Amador es un minotauro, hijo de una vaca retinta y un tractorista de Lebrija. En la empresa de Trabajo Temporal le han recomendado que se opere los pitones para parecer menos fiero. Tras la cornuplastia, Amador conoce en el hospital a Alfonsina, una cándida enfermera pelirroja que tuvo el sueño de ser bailarina de ballet clásico. Sin embargo, por un cambio en el metabolismo engordó y no pudo continuar su carrera artística. Amador y Alfonsina son dos seres puros que no encajan en la sociedad actual y que, sin embargo, buscan el amor desesperadamente. Cuando comienzan a hablar sobre sus vidas, aficiones, miedos y deseos, descubren que están hechos el uno para el otro.
 
 
Amador. El último Minotauro es, por encima de todo, una historia de amor. O del deseo de encontrarlo. Incluso si el aspecto exterior del protagonista impide ver lo que lleva dentro: un toro humano..., quizás demasiado humano. Como algunos de los minotauros que dibujó Picasso, Amador es tremendamente tierno, puro y soñador. Sin embargo, nadie se ha tomado la molestia en conocerlo, en derribar la pared exterior de su laberinto; salvo la enfermera Alfonsina, otro ser que desprende candidez.
 
No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.
            
No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino
            
como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña
            
de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.
 
(Jorge Luis Borges)
 
 
Éste es el argumento del primer cortometraje escrito y dirigido por Manuel Marqués, interpretado por Óscar Olmeda y Vicky Zazo, con Javier Elorrieta en la dirección artística y Alejandro Sacristán en la dirección de fotografía, producido por Modus Operandi Arte y Producción. Se rodó el pasado mes de marzo y ahora se encuentra en fase de montaje. Tiene mucho de realismo mágico, del humor de La Codorniz, del surrealismo castizo de Berlanga y Azcona... y, ¡como no!, de toros. Durante el rodaje, donde tuve la suerte de participar y que se alargó hasta la madrugada, comprendimos a aquel director que dijo una vez: "Hacer cine es el arte de saber esperar".

 
He aquí, como avanzadilla, algunas fotos realizadas por Elena Guerrero el día de la grabación, esperando que, pronto, pueda compartir, el cortometraje terminado. Asimismo, publico unas imágenes tomadas en los estudios Infinty de Madrid, donde se grabó la banda sonora del cortometraje, una soberbia versión de Alfonsina y el mar tocada a violín por Leticia Moreno.
 

lunes, 28 de octubre de 2013

Cajas de música


«-No sé si usted se ha fijado en mi caja de música -dijo-. Tiene sobre la tapa cinco muñecos músicos, articulados, en fila, con trajes de 1830 al 1850, o quizá más tarde. El de en medio, con frac azul, de botones dorados, chaleco blanco, barba y melenas, dirige la orquesta; a sus dos lados, uno toca el violín, y el otro el violonchelo; en los extremos, un negro toca la flauta, y el otro el tambor. Alrededor de ellos corren y giran dos bailarinas.

La caja no tiene marca de fábrica ni fecha. Delante, bajo un cristal, hay un tarjetón en el que se leen, con letras manuscritas, las piezas de música que tiene. Éstas son: El carnaval de Venecia, de Paganini; Ecco ridente il cielo, de El barbero de Sevilla, de Rossini.

Carlota y yo estábamos ya aburridos de oír todo esto. El viejo señor Lorenzo no se cansaba, y miraba con ojos ansiosos a sus muñecos para ver si realizaban sus movimientos con toda perfección o fallaban en algo».
 
(Pío Baroja)
 

Desde 1890, existe una tienda en Madrid donde sólo venden cajas de música, relojes de cuco, joyeros, bolas de agua y pianos. En una discreta esquina de la Plaza de las Salesas tienen su establecimiento, sacado como de un cuento. Dentro, en un ambiente mullido y cálido gracias a una gran alfombra de terciopelo rojo, se escuchan las notas de El Cascanueces de Tchaikowsky. Lamento la calidad de las fotos, pero las realicé con el móvil mientras paseaba ante las impolutas vitrinas.
 
 
A la salida, una excelente opción es merendar en Mamá Framboise, doblando la esquina. Una taza de chocolate caliente y una ración de bizcocho de la abuela ponen el broche perfecto a la tarde entre cajas de música de otra época.

 
"[...] ¿De qué templo,
De qué leve jardín en la montaña,
De qué vigilias ante un mar que ignoro,
De qué pudor de la melancolía,
De qué perdida y rescatada tarde,
Llegan a mí, su porvenir remoto?
No lo sabré. No importa. En esa música
Yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro".
 
(Jorge Luis Borges)

lunes, 21 de octubre de 2013

Ponga un gato en su vida

"No creo que haya un animal más literario que el gato. Su prestigio literario avalado por los 57 gatos que tenía Hemingway en su casa de La Habana, por las canciones de Lorca y los poemas de Borges es muy superior a su prestigio social" (Antonio Burgos)
 

Cuando alguien pregunta cuál es mi animal favorito y respondo que el gato, mi interlocutor suele pensar que le tomo el pelo. Morfológicamente, un gato me parece más elegante y bello que un toro. Admiro su forma de caminar y cómo los omóplatos se marcan al compás de sus pisadas. Me gustan sus ojos grandes y curiosos, "el fuego de sus pupilas pálidas, claros fanales, vívidos ópalos, que me contemplan fijamente", como escribió Baudelaire. También su flexibilidad, su apariencia frágil y sus saltos: "la elástica línea de su contorno firme y sutil es como la línea de la proa de una nave", firmó Neruda. Detesto los gatos gordos que no se mueven del sofá. Su carácter arisco, indiferente e independiente también provoca que me caigan especialmente bien ("Oh, fiera independiente de la casa...").
 
 
Entre los escritores, los gatos han tenido brillantes partidarios, como Alejandro Dumas, Charles Dickens, Mark Twain, Allan Poe, Víctor Hugo, Raymond Chandler, o Ernest Hemingway, a quien pertenece el siguiente fragmento:
 
Abría y leía cartas y bebía de un vaso de whisky con agua que cada vez dejaba a un lado. La mano del hombre encontraba el vaso siempre que lo deseaba.

El gato ronroneaba, pero él no lo oía porque su ronroneo era silencioso. Con los dedos de una mano acariciaba la garganta del gato mientras sujetaba una carta en la otra.

–Tienes un micrófono en la garganta, Boise –dijo al gato–. ¿Me quieres?

El gato comenzó a amasar suavemente con sus pequeñas garras el grueso jersey del hombre por la parte del pecho. Sintió el peso tibio y amoroso del animal y percibió el ronroneo bajo sus dedos.

–Es una zorra, Boise –dijo al gato. Y abrió otra carta. El gato puso la cabeza bajo la barbilla del hombre y se frotó contra ella.

–Te matarán a arañazos, Boise –dijo acariciando al animal con el cepillo de la barbilla sin afeitar–. Es mejor que no te gusten las mujeres. Es una vergüenza que no bebas, muchacho. Haces casi todo lo demás.

El gato fue llamado así al principio por el crucero Boise pero hacía ya mucho tiempo que el hombre le llamaba Boy para abreviar.

Leyó la segunda carta sin hacer comentarios, estiró la mano y bebió un trago de whisky con agua.

–Te digo que así no llegamos a ninguna parte, Boy. ¿Sabes lo que podríamos hacer? Tú lees las cartas y yo me tumbo sobre tu pecho a ronronear. ¿Te gustaría?

El gato levantó la cabeza y se frotó de nuevo con la barbilla del hombre, que siguió el juego acariciándole las orejas y la parte superior de la cabeza, empujando con su crecida barba, así como el lomo, mientras abría la tercera carta.


Decía Oswaldo Soriano que un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. Pero, además de en la literatura, estos gráciles animales también han asomado sus bigotes en la música y en el cine. ¿Acaso alguien ha olvidado la escena crucial de "El Tercer Hombre", cuando el espectador descubre por primera vez el rostro de Harry Lime, tras seguirle la pista a un simpatiquísimo gato?

 
No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.
 
(Jorge Luis Borges)
 

Un lindo gatito en los escalones de la vieja plaza de tientas
 

lunes, 9 de septiembre de 2013

Sufridoras por amor


A menudo, las sufridoras por amor se convierten en auténticas mártires del romanticismo. Ríanse ustedes de Juana de Arco. Lidiar con algunos hombres y freírse en la hoguera viene a ser lo mismo. Sobre todo cuando ellos no responden a las llamadas telefónicas de sus desesperadas queridas. Tal vez, el acto de ignorarlas sea su manera de canalizar el afecto. Decía Platón, un romántico empedernido, que la mayor declaración de amor era la que no se hacía: "el hombre que siente mucho habla poco".

 
Enrique, indudablemente, hablaba poco. Al menos con su novia, María Teresa. Los mensajes de voz que ella grabó en su contestador automático -hallado, por casualidad, muchos años después en un mercadillo de Buenos Aires- inspiraron un cortometraje que ya ha dado la vuelta al mundo: "Ni una sola palabra de amor". María Teresa, con su delicioso acento argentino, encarna a la perfecta sufridora por amor: "Lamentablemente siempre hablo con un aparato... como cuando hablo con vos. Hablo sola... [...] Dale... Atendé al teléfono... si yo sé que estás ahí... ¡ENRIQUE! Por favor, llámame [...] A mí me va a agarrar un infarto... [...] No sé más qué decirte... no sé más qué hacer. Adiós". Así, hasta dieciséis mensajes desesperados.

 
Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.
(José Luis Borges)
A pesar de que Enrique es un hijo de la gran puta, María Teresa no agarrá un infarto. De hecho, quince años después de grabar aquellos mensajes, todavía vive... junto a  él. Con el mismísimo pelotudo de su antiguo novio. Este verano, el diario "Clarín" buscó a aquella pareja: “Ay, Dios mío. Llegar a los 75 años y encontrarme con esto. Me quiero matar… Ese casete es del 98. Nos habíamos peleado y me fui al departamento de un amigo. Después de tantos años, le sigue pareciendo mal todo lo que yo digo”.
 
Todas las mártires del romanticismo llevan dentro una María Teresa: "Hay un momento en el que yo digo siempre la ausencia, siempre la ausencia, la ausencia de mi vida. Y es verdad que tenía angustia porque no tenía comunicación de parte de él. La comunicación de él sigue siendo la misma. Cuando puede, habla, cuando no, no habla. Y la mayoría de las veces, no habla. Eso lo debemos pasar muchas mujeres, muchas chicas se debieron ver identificadas".
 
 
 
 

lunes, 22 de julio de 2013

Un nacimiento oscuro, sin orillas, nace en la noche de verano

"Los días del verano dormían a tu sombra..." (José Luis Borges)


Hay un pintor que lleva el verano tatuado en su paleta: Edward Hopper. La placidez de las noches estivales, con ventanales abiertos a la gran ciudad y cortinas que bailan tímidamente, los porches durante la madrugada, el sol de la mañana bañando las pieles blancas, vestidos que se ciñen a las sinuosidades de la carne, el olor a mar..., todo está en Hopper.


"En algún sitio del verano estamos juntos
acechando con labios que la sed ha invadido".

(Pablo Neruda)

"Pulsas, palpas el cuerpo de la noche,
verano que te bañas en los ríos,
soplo en el que se ahogan las estrellas,
aliento de una boca,
de unos labios de tierra.

Tierra de labios, boca
donde un infierno agónico jadea,
labios en donde el cielo llueve
y el agua canta y nacen paraísos.

Se incendia el árbol de la noche
y sus astillas son estrellas,
son pupilas, son pájaros.
Fluyen ríos sonámbulos.
Lenguas de sal incandescente
contra una playa oscura.

Todo respira, vive, fluye:
la luz en su temblor,
el ojo en el espacio,
el corazón en su latido,
la noche en su infinito.

Un nacimiento oscuro, sin orillas,
nace en la noche de verano,
en tu pupila nace todo el cielo".
(Octavio Paz)
 
"Hacia un horizonte
de menta y sombra,
viaja tu nombre
rodando por el mar del verano".


(Álvaro Mutis)


“Viento que la derriba en ola sin espuma
y sustancia sin peso, y fuegos inclinados.
Se rompe y se sumerge su volumen de besos
combatido en la puerta del viento del verano”.
(Pablo Neruda)