No vuelvo más a los toros. No en esta temporada. Después de ver a Rafaelillo jugarse la vida en Zaragoza tan puro, tan heróicamente, ¿para qué seguir? Son tardes en las que sales de la plaza con los ojos empañados y el corazón lleno de admiración por un hombre así, que arriesga su existencia por puro prestigio y honor. Y además de valiente, es un torerazo, porque el recibo de capa al cuarto de Adolfo, esa media docena de lances con el remate de la media, soberbia, son dibujos que se te clavan en la retina y no se borran con el paso de los años. Sin chaquetilla tabaco y oro, casi desnudo y transparente, con una costilla rota, un puntazo en la pierna, varios varetazos, los tirantes rotos y la castañeta prácticamente perdida, Rafaelillo se fajó con ese peligroso Adolfo, dominándolo con muletazos de castigo de pitón a pitón primero, y pasándoselo a pies juntos después, al natural y sin mirarse. Una pelea de ganar la gloria o perder la vida. La moneda no podía caer de canto. Y se impuso la hazaña, rematada de media estocada que tumbó al de Albaserrada con un Rafaelillo al borde de la puerta de la enfermería, pero con la oreja en la mano, insuficiente reconocimiento para una hombría tan grande. Van muchas así esta temporada: los Miuras en San Isidro y Valencia, los Adolfos en la Feria de Otoño, lo de Zaragoza... y sólo una docena de corridas firmadas en 2015. En cualquier otra época, en cualquier otra sociedad, Rafaelillo sería considerado un héroe y los niños escribirían su nombre en los márgenes de sus cuadernos.
Cuando su cuadrilla abandonó el coso de La Misericordia y los tendidos se rompieron en una ovación en su honor, tomé la decisión de no pisar una plaza hasta el próximo año. Una hazaña como la de Rafaelillo, tan inconmensurable, tan épica, es capaz de llenar todo un invierno sin toros.