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lunes, 21 de octubre de 2013

Ponga un gato en su vida

"No creo que haya un animal más literario que el gato. Su prestigio literario avalado por los 57 gatos que tenía Hemingway en su casa de La Habana, por las canciones de Lorca y los poemas de Borges es muy superior a su prestigio social" (Antonio Burgos)
 

Cuando alguien pregunta cuál es mi animal favorito y respondo que el gato, mi interlocutor suele pensar que le tomo el pelo. Morfológicamente, un gato me parece más elegante y bello que un toro. Admiro su forma de caminar y cómo los omóplatos se marcan al compás de sus pisadas. Me gustan sus ojos grandes y curiosos, "el fuego de sus pupilas pálidas, claros fanales, vívidos ópalos, que me contemplan fijamente", como escribió Baudelaire. También su flexibilidad, su apariencia frágil y sus saltos: "la elástica línea de su contorno firme y sutil es como la línea de la proa de una nave", firmó Neruda. Detesto los gatos gordos que no se mueven del sofá. Su carácter arisco, indiferente e independiente también provoca que me caigan especialmente bien ("Oh, fiera independiente de la casa...").
 
 
Entre los escritores, los gatos han tenido brillantes partidarios, como Alejandro Dumas, Charles Dickens, Mark Twain, Allan Poe, Víctor Hugo, Raymond Chandler, o Ernest Hemingway, a quien pertenece el siguiente fragmento:
 
Abría y leía cartas y bebía de un vaso de whisky con agua que cada vez dejaba a un lado. La mano del hombre encontraba el vaso siempre que lo deseaba.

El gato ronroneaba, pero él no lo oía porque su ronroneo era silencioso. Con los dedos de una mano acariciaba la garganta del gato mientras sujetaba una carta en la otra.

–Tienes un micrófono en la garganta, Boise –dijo al gato–. ¿Me quieres?

El gato comenzó a amasar suavemente con sus pequeñas garras el grueso jersey del hombre por la parte del pecho. Sintió el peso tibio y amoroso del animal y percibió el ronroneo bajo sus dedos.

–Es una zorra, Boise –dijo al gato. Y abrió otra carta. El gato puso la cabeza bajo la barbilla del hombre y se frotó contra ella.

–Te matarán a arañazos, Boise –dijo acariciando al animal con el cepillo de la barbilla sin afeitar–. Es mejor que no te gusten las mujeres. Es una vergüenza que no bebas, muchacho. Haces casi todo lo demás.

El gato fue llamado así al principio por el crucero Boise pero hacía ya mucho tiempo que el hombre le llamaba Boy para abreviar.

Leyó la segunda carta sin hacer comentarios, estiró la mano y bebió un trago de whisky con agua.

–Te digo que así no llegamos a ninguna parte, Boy. ¿Sabes lo que podríamos hacer? Tú lees las cartas y yo me tumbo sobre tu pecho a ronronear. ¿Te gustaría?

El gato levantó la cabeza y se frotó de nuevo con la barbilla del hombre, que siguió el juego acariciándole las orejas y la parte superior de la cabeza, empujando con su crecida barba, así como el lomo, mientras abría la tercera carta.


Decía Oswaldo Soriano que un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. Pero, además de en la literatura, estos gráciles animales también han asomado sus bigotes en la música y en el cine. ¿Acaso alguien ha olvidado la escena crucial de "El Tercer Hombre", cuando el espectador descubre por primera vez el rostro de Harry Lime, tras seguirle la pista a un simpatiquísimo gato?

 
No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.
 
(Jorge Luis Borges)
 

Un lindo gatito en los escalones de la vieja plaza de tientas
 

lunes, 17 de septiembre de 2012

Las barras de los bares

"El bar Víctor estaba tranquilo y silencioso. Había una mujer sentada en un taburete del mostrador; llevaba un traje sastre color negro que, por la época del año en que nos encontrábamos, no podía ser de otra cosa que de alguna tela sintética como el orlón; estaba bebiendo una bebida de color verdoso pálido y fumaba un cigarrillo en larga boquilla de jade. Tenía una mirada sutil e intensa que a veces evidencia neurosis, a veces ansiedad sexual y otras es simplemente el resultado de una dieta drástica.
Me senté dos taburetes más allá y el barman me saludó con una inclinación de cabeza pero no sonrió.

- Un gimlet- dije-, sin bitter.

[...] El barman se alejó. La mujer de negro me dirigió una mirada rápida y después siguió mirando el vaso.

- Tan poca gente los toma – murmuró tan despacio que al principio no me di cuenta de que me estaba hablando. Volvió a mirarme de nuevo. Tenía ojos oscuros y muy grandes y las uñas más rojas que había visto en mi vida. Pero no tenía el aspecto de ser un programa fácil y en su voz no había ningún indicio de que fuera una buscona.

[...] El barman me sirvió el vaso con la bebida. El jugo de lima le daba el color verde amarillento pálido y parecía como enturbiada. La probé. Era dulce y fuerte al mismo tiempo. La mujer de negro me observaba. Levantó su vaso hacia mí y bebimos juntos. Entonces supe que su bebida era igual a la mía. El próximo paso era cosa de rutina, de modo que no lo di. Simplemente seguí sentado".

El texto pertenece a "El largo adiós" (1954) de Raymond Chandler, uno de los maestros de la novela negra americana junto a Dashiell Hammett. Su protagonista, el detective privado Philip Marlowe, confesaba que sólo disfrutaba con el whisky, las mujeres y el ajedrez. La imagen (1949) lleva la firma de Lisette Model, cuyo consejo más célebre a la hora de fotografiar era "disparar desde el estómago" ("shoot from the gut"). Texto y foto tienen como telón de fondo la barra de un bar, escenario maldito de tantas escenas sublimes. "The Killers" (1946), la adaptación por Robert Siodmak del relato de Hemingway, también comienza en la barra de un bar, cuando dos hombres de aspecto siniestro piden pollo con puré de patatas.


 "La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de patatas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Ésa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bistec.
-A mí dame suprema de pollo y puré de patatas.
-Ésa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y una gabardina negra abrochada. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocino con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban gabardinas demasiado ajustadas para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador".


La luz de "The Killers" es dura y expresionista. Sólo al personaje femenino, Ava Gardner, lo iluminan con una técnica suave, resaltando la escala de grises. Ese detalle también destaca su carácter ambiguo: no es buena, no es mala, ni blanco ni negro.


Un mostrador bajo luces de néon también inspira la melancólica pintura de Hopper "Nighthawks" ("Noctámbulos", 1942). Cuatro personajes y ninguno se mira entre sí: cada uno absorto en sus pensamientos, tareas y circunstancias. Porque las barras de los bares, en literatura, fotografía, pintura y cine, casi siempre inspiran soledad... o desasosiego.