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jueves, 16 de octubre de 2014

Lhardy y los toros

 
Han pasado 175 años desde que Lhardy abriera sus puertas para darle esplendor a Madrid. Por aquella época, los toreros, amantes de la bombolla y el tronío, eran más vanidosos. Ahora, cuando los matadores pasean por la Carrera de San Jerónimo no visten un traje especial, un traje que defina su calidad de toreros. Ahora todo el mundo, toreros y mortales, vamos ataviados con prendas parecidas. Incluso en el interior de Lhardy. Porque Lhardy es, y ha sido, un reflejo de nuestro Madrid.
 
 
"Si estos espejos y estos sillones hablaran...". Así comenzó su charla el pasado martes Carlos Abella, responsable de una amena conferencia titulada "Lhardy y los toros", que se celebró en el Salón Isabelino del aristocrático restaurante. Casi un siglo antes de que se inaugurara la actual plaza de Las Ventas, Frascuelo, ataviado con elegante chaquetilla de terciopelo, acudía con frecuencia a Lhardy para tomar su vaso de jerez. En una ocasión, acodado sobre el mostrador de mármol, vio entrar al monarca Alfonso XII. Con desparpajo calé, levantó la copa y gritó: "¡Olé por el rey gitano!". El granadino, no era el único espada que allí se sentía como en su casa. Se rumoreaba también que Luis Mazzantini tenía a su disposición una habitación en la última planta de Lhardy cada vez que recalaba en Madrid.
 
 
Aún se recuerda el homenaje que sus partidarios le organizaron a Joselito en 1913 tras cortar su primera oreja en Madrid al bravísimo toro de Saltillo "Jimenito". Entre "petitsous", "brioches", "croissants", "patés de prédis" y "vol-au-vent", el pequeño de los Gallo saboreó las mieles del éxito en Lhardy. Pero nada comparable a la cena homenaje con la que se obsequió a Manolete en 1944. Todos los invitados fueron de esmoquin, salvo Manuel Rodríguez, que vistió traje corto y camisa rizada. "Porque ése es el traje de gala de los toreros", puntualizó con acierto Carlos Abella. Al ágape acudieron intelectuales, escritores, músicos, críticos taurinos, políticos, médicos... y Camilo José Cela, que no había cumplido ni 30 años. Bajo las luces de Lhardy, Agustín de Foxá declamó uno de sus más bellos textos: "Yo saludo en ti a Córdoba, olivares y ermitas, surtidor de odaliscas, hoy cubierto de tierra, que te dio esa elegancia de califa sin trono, de Almanzor que no vuelve, que es desdén y nobleza". El "califa sin trono" cayó muerto en Linares tres años después de aquel homenaje.
 
 
Ya en la década de los cincuenta, a eso de las ocho o nueve de la tarde, se reunían en la trastienda de Lhardy para hablar de toros Domingo Ortega, Luis Miguel Dominguín, Antonio Díaz-Cañabate, Ignacio Zuloaga y Julio Camba, entre otros. Antonio Ordóñez fue otro de los toreros que estableció su cuartel general en el número 8 de la Carrera de San Jerónimo, organizando dos encuentros taurinos al año: uno en San Isidro y otro en otoño. El diestro de Ronda convocaba, mas no invitaba. Importante matiz.
 
 
Así, rememorando anécdotas taurinas, cayó la noche sobre Lhardy, que ha cumplido 175 años y sigue siendo el espejo de Madrid; un Madrid menos brillante, menos taurino y menos fachendoso, como los toreros de ahora, pero que no ha perdido su capacidad para seducir. Uno no deja de preguntarse cómo hemos cambiado tanto en tan poco tiempo.
 

miércoles, 9 de abril de 2014

Brindis a Jacques Monnier

Ayer falleció quien, probablemente, era el picador más elegante del escalafón. Una leucemia diagnosticada el pasado mes de noviembre se lo ha llevado por delante a los 64 años. Traduzco el bello brindis que, desde Signes du Toro, le dedican a ese centauro, a ese "Señor de las Batallas", llamado Jacques Monnier.
 

"Un picador sin igual, otro hombre que nos deja: Jacques Monnier falleció el martes, 8 de abril de 2014, a las 13.45h en Nîmes, de una embolia pulmonar. Había nacido en Gard, el 21 de marzo de 1950. Tenía el porte y la prestancia de los caballeros de la Guardia Republicana, los jinetes de Saumur, de Viena o Jerez. A este saber conservar la elegancia a caballo, había que añadir su extraordinaria eficacia lanzando la mano. El torso derecho, deslizándose a las mil maravillas y de lejos el asta, Jacques Monnier nunca se dejaba ir un toro. Sabía dosificar, calibrar, ajustar la bravura o mansedumbre con aquella brillante discreción que sólo poseen los grandes".
     

Tras las verjas, el sol poniente anaranjaba los miradores de la calle de Alcalá. Pasó un picador -castoreño y plata vieja- sobre un jamelgo cosido. Unas moscas en el costurón abultado. La sangre reseca del novillo negreaba en la gamuza de la pierna pesada. Volvía la gente de los toros y se cruzaba con un entierro (Agustín de Foxá, fragmento de "Madrid de Corte a Checa").
 

domingo, 9 de junio de 2013

Toro en agonía


"La espada fina, helando tus jardines,
pegajosos de entrañas. Por tus ojos,
nieblas sin rio. Tu bramar tenía
sollozo o amenaza. Un viento helado
ponía otoños a tus cuernos, leña
vieja ya, sin capullos de la herida.

Envejecías por momentos; y eras
buey sin amor, nostálgico de arados
Se doblaban tus patas, bajo el vómito
de vinos y amapolas que abrasaba
tu morro azul, hinchado por la asfixia.
Aún la capa traidora
te fingía molinos de escarlata,
rosas de azul, saltos, tabaco y oro.
En tu sueño de luna,
los caballos sin vientre te miraban
con un marfil marchito entre los ojos.
Vacilabas, la tierra se movía
en el ruedo cuajaba una montaña
con cimas y barrancos; y viste pozos;
débil te sumergías lentamente
en barro de lagunas.
¡De pronto! (eran las cuatro de la tarde)
vino el atardecer; se te apagaron
sin fresa de crepúsculos, los cielos.
Una arena sin malvas ni amapolas
te ardía en las pezuñas.
Buscaste la madera de las tablas,
la madera maldita,
con números pintados.
Te apoyaste en astillas donde nunca
entró la primavera…
¡Oh, toro enorme, vacilante y noble!
Con ubre rosa en tu recuerdo y nata.
Toro de España, agonizante y ciego
Embistiendo a la muerte…"


(AGUSTÍN DE FOXÁ)


"Soy un vino de sangre. Yo no soy una aislada vendimia, un casual de uvas con latidos: me empujan desde lejos, desde siglos y siglos, sangres que se quedaron madurando por dentro, envejeciendo bravas, sin prisas. Como el vino. Y como el vino puedo encender una fiesta o dejar sobre el hule -borrachera de muerte- a quien no haya sabido beberme con respeto, a quien se descuidara de mis tragos mortales, a quien se le subiera mi vino a la cabeza. Soy el toro de España, el bravo que ha creado a su alrededor un mundo donde tiemblan la espada y las encinas. Un mundo estremecido de hombres que se dejan la edad pronunciando mi nombre, hablándome en silbidos, interjecciones, ese otro lenguaje de dehesa que nació solamente para sonar conmigo. Fuego sobre otro fuego, al año ya he sentido la identidad candente, y la navaja en la oreja. Ya sé que el hierro quema. Pero sé que es sólo por mí por lo que se extiende el campo y se aparta el cemento, se agrupan las encinas, se levanta la yerba, y -se me posan en bando de aladas banderillas- yo soy el caballete de los espulgabueyes. El campo que yo impongo no es un erial acorralado: crece la vida en mí y en cuanto me rodea. Mi vida exige vida: aire, sol, agua, espacio, verdor, sombra, silencio, pastizales abiertos, noches por las que sólo se mueven los vuelos atrevidos y luceros que guiñan en el azul sin fondo, y una luna que amaga como curvo unicornio, o se muestra como un ruedo de estaño, como tarde dividida en alto solisombra".
(ANTONIO GARCÍA BARBEITO)

lunes, 18 de febrero de 2013

Los toros (Agustín de Foxá)


La madre:
Hijo, no vayas a la plaza horrible,
a la arena sin olas de la Plaza.
Quiero tu cuerpo vivo, no el recuerdo,
no la dorada soledad del traje.

El torero:
Madre, debo partir. ¿No ves el toro
que ha de matarme, inquieto por las dehesas,
embravecido por la flor de mayo,
llamándome impaciente por el río?

¿No me has visto al sembrar hacer el gesto
del pase natural, con la semilla?
¿Y en el lento ondular de los trigales,
no estaba mi cintura entre verónicas?

El caballo:
Yo llevaré mi entraña ensangrentada
a abrirla al sol, igual que una granada,
entre la plata de los picadores
y la tabla, sin flor, de la barrera.


El cura:
Es preciso a este sport llevar los óleos,
a este juego los trágicos aceites.
Preparadme la estola, el crucifijo,
yo sé mi oficio de cerrar los ojos.

El monosabio:
Yo soy el albañil de la tremenda
arquitectura roja de la Plaza.
Mi arena con la sangre ha levantado
el suelo unos centímetros lentísimos.

El toro:
¿Para qué he de salir de los toriles?
¿Qué oscura sombra pesa entre mis astas?
No debiera salir, que hoy los vaqueros
se han vestido con traje de monedas.

No debiera salir a ese desierto
con su nube de caras que me gritan.
No debiera salir, pero es preciso.
Hoy sé que un corazón debe pararse.

El vendedor de naranjas:
Yo vendo la naranja de las huertas
a los labios que pálidos la buscan,
secos por la emoción de la cogida.
La calderilla suena entre mis cestos.


El disecador:
Quisiera disecar esa cabeza
con el sol, ya imposible, de esta tarde.
En los ojos de vidrio aquella rabia
y un grito de mujer en cada cuerno.

Todavía la madre:
Ya me lo traen, al fin, como él quería:
muerto en la caja, en raso, de los ricos,
con su traje de oliva y plata vieja,
con esta palidez que no es del campo.

La novia:
Me casarán después con un labriego
tan sólo ensangrentado por las viñas
tendré unos hijos; cuidaré el cortijo,
¡pero en mis sueños lavaré su herida...!

AGUSTÍN DE FOXÁ (1906-1959)

Fotografías de Rafael Sanz Lobato.
Cuadros de Ignacio Zuloaga y José Gutiérrez Solana.