A contraquerencia de los tiempos. Este es un lugar pasado de moda, irremediablemente demodé; como una taberna aislada en la era de los pubs y las discotecas: vacía, silenciosa, sombría, con el dueño acodado en la barra, ataviado con su mandil, entre el olor a madera y vino. Este blog es como esa taberna, condenado a desaparecer.
Llegó el verano, a la vida y al papel. Las revistas también se llenan de verano y resulta muy difícil no arramblar con todos los números de julio y agosto, que pronto serán hojeados durante las maravillosas tardes de playa y piscina. Sin embargo, para inolvidables, aquellas portadas que Eduardo García Benito diseñaba para Vogue durante los años 30 y 40... sin Illustrator, ni Indesign, ni Photoshop.
García Benito -nacido en Valladolid en 1891- fue el principal artista español del movimiento Art Decó a nivel mundial. A los veintiún años, fue becado por el Ayuntamiento vallisoletano para continuar sus estudios de pintura en París, donde entabló amistad con Picasso o Modigliani, pasando por Juan Gris o Gauguin. Durante la Belle Époque, ya era considerado un brillante dibujante, comenzando a trabajar para Vogue y Vanity Fair.
Las portadas de García Benito -hoy injustamente olvidado- nos transportan al mismo corazón del verano, el más elegante, con cielos estrellados azul cobalto, tejidos ligeros, barcos reflejados en la bahía, cigarrillos al anochecer e interminables paseos por la playa.
"Se cruzaron junto al ascensor,
reflejados en los grandes espejos de la escalera principal, cuando él
se disponía a bajar a su cabina, situada en la cubierta de segunda
clase. Ella se había puesto una capa de piel de zorro gris, llevaba
en las manos un pequeño bolso de lamé, estaba sola y se dirigía
hacia una de las cubiertas de paseo; y Max admiró, de un rápido
vistazo, la seguridad con que caminaba con tacones pese al balanceo,
pues incluso el piso de un barco grande como aquél adquiría una
incómoda cualidad tridimensional con marejada. Volviendo atrás, el
bailarín mundano abrió la puerta que daba al exterior y la mantuvo
abierta hasta que la mujer estuvo al otro lado. Correspondió ella
con un escueto «gracias» mientras cruzaba el umbral, inclinó la
cabeza Max, cerró la puerta y desanduvo camino por el pasillo, ocho
o diez pasos. El último lo dio despacio, pensativo, antes de
pararse. Qué diablos, se dijo. Nada pierdo con probar, concluyó.
Con las oportunas cautelas" (Arturo Pérez-Reverte, El tango de la Guardia Vieja).
"También, al menos una vez en su vida, fue capaz de poner cuanto tenía sobre el tapete de un casino y regresar en la plataforma de un tranvía, arruinado, silbando El hombre que desbancó Montecarlo con aparente indiferencia. Y era tal la elegancia con que sabía encender un cigarrillo, anudarse la corbata o lucir los puños bien planchados de una camisa, que la policía nunca se atrevió a detenerlo si no era con las manos en la masa".
En la última novela de Arturo Pérez-Reverte, El tango de la Guardia Vieja, el protagonista, Max Costa, silba con frecuencia una cancioncilla popular: El hombre que desbancó Montecarlo. Me pregunté si verdaderamente había existido tal hombre.
El verdadero hombre que desbancó Montecarlo
Se llamaba Joseph Hobson Jagger, era un ingeniero británico, del condado de Yorkshire, nacido en 1830. Trabajaba en una fábrica textil de Halifax donde pudo analizar el funcionamiento de las ruedas de hilar lana. Con ingenio, descubrió que el desgaste de las ruecas era similar al de una ruleta de casino. En aquel momento, desde que el juego fuera legalizado en 1854, Mónaco se había convertido en la capital del azar, hasta tal punto que el príncipe Carlos III había ordenado la construcción de un casino en el nuevo barrio de Montecarlo, que finalmente fue inaugurado en 1863. Hasta allí se dirigió Jagger en 1875.
Jean Beraud (1890)
Con la colaboración de seis ayudantes, analizó al milímetros los resultados de las seis ruletas del casino. En una de ellas, ciertos números salían con una frecuencia notablemente mayor que el resto. Así que, el 7 de julio, realizó su primera apuesta y ganó 70.000 dólares. Cuatro días más tarde, las ganancias se habían cuadruplicado. La dirección del casino comenzó a sospechar que aquel pelotazo no podía ser fruto exclusivo del azar, por lo que, al igual que un trilero, cambió las ruletas de sitio. Al quinto día, por primera vez, Jagger perdió. Tras unos momentos de desconcierto, se percató de que no estaba jugando en "su" ruleta -habilidosamente marcada con un ligero rasguño-, por lo que varió de mesa hasta volver a encontrar a la gallina de los huevos de oro. A partir de entonces, el casino intentó darle de nuevo gato por liebre, pero fue en vano: Jagger había ganado 450.000 dólares, una cifra descomunal en aquellos años.
El casino volvió a confundirlo con nuevos trucos y, con 325.000 dólares en el bolsillo, el ingeniero de Yorkshire decidió que había llegado el momento de abandonar Montecarlo para siempre. Esta vez, la avaricia no rompió el saco. Abandonó su puesto en la fábrica y vivió tranquilo hasta 1892, cuando falleció. Justo ese año, se escribió una canción en su honor: The man who broke the bank at Monte Carlo, escrita por Fred Gilbert e interpretada por el cómico Charles Coborn.
I've just got here, through Paris, from the sunny southern
shore;
I to Monte Carlo went, just to raise my winter's rent.
Dame Fortune smiled upon me as she'd never done before,
And I've now such lots of money, I'm a gent.
Yes, I've now such lots of money, I'm a gent.
As I walk along the Bois Boolong
With an independent air
You can hear the girls declare
"He must be a Millionaire."
You can hear them sigh and wish to die,
You can see them wink the other eye
At the man who broke the bank at Monte Carlo.
En 1935, también se rodó una película con el mismo título. Otros, sin embargo, aseguran que la fuente de inspiración no fue la historia de Jagger, sino la de un jugador posterior, Charles Wells.
"La ocasión, piensa mientras se abotona y alisa la chaqueta, quizás requeriría, al salir de escena con la flema adecuada al caso, las notas del Tango de la Guardia Vieja. Pero sería obvio en exceso, concluye. Demasiado previsible. Así que abre la puerta, coge la maleta y se aleja por el pasillo, hacia la nada, silbando El hombre de desbancó Montecarlo".
«Es
agradable ser feliz y saberlo mientras lo eres» El tango de la Guardia Vieja,
la última novela de Pérez-Reverte.
No poseen ningún rasgo en común salvo que ambas han sido mis
novelas para el mes de vacaciones y que, cada una en su estilo, me han parecido
encomiables: "Historia de una finca" y "El tango de la Guardia Vieja".
La primera, escrita al alimón por los hermanos José y Jesús de las Cuevas en
1958, narra la historia de "San Rafael", un cortijo de 894 hectáreas
de rica campiña andaluza. Y digo bien, porque el auténtico protagonista del
libro no son los sucesivos propietarios de la finca -desde Don Santiago, el
mayorazgo, hasta Pedro, el ingeniero agrónomo, madrileño y urbanita, que acabó
enamorado de aquella tierra negra-, sino la finca en sí misma. "A veces da
la impresión, tan viva, de que es el propio cortijo y no la pluma de los
autores, el que nos va narrando las peripecias de sus protagonistas", dijo
César Romero. Y así, entre los surcos de "San Rafael", se desgrana
también una parte de la Historia de España. En opinión del gran Aquilino Luque
es la mejor novela escrita sobre el campo andaluz.
La redacción de los hermanos Cuevas resulta melodiosa como un trigal: "Llegó al mediodía al cortijo. Era un día de terrible calor. Se andaba dentro del calor como dentro de una vasija de miel caliente". O: "En verdad que la mañana era transparente y fresca. Olía a corteza de limón". Unas metáforas que combinan a la perfección con azadas secas y certeras: "En el campo nunca hay palabras excesivas. El afecto, las decisiones, la angustia, deben sobreentenderse".
Otro fragmento: "Anochecía. Apenas si quedaba ya luz. Y al otro día sería, por fin, la marcha. Don José se levantó de su sillón. Sentía una infinita tristeza invadirle lentamente. Anduvo unos pasos y salió fuera. Quería decirle adiós a su cortijo... Unas nubes violetas viajaban por el horizonte. La tierra del rastrojo recién levantada olía a algo extraño, íntimo, femenino quizá... Don José estuvo contemplándola un rato; dudaba si volvería a ver aquella tierra en la que había gozado y sufrido tanto. Y de repente, como algo que no puede evitarse, se inclinó, cogió un puñado de tierra con la mano, y después de mirar a todas partes para cerciorarse de que no le veían, la besó apasionadamente. Luego tuvo que sacar su pañuelo para limpiarse la boca. Y fue en este pañuelo, junto a sus iniciales, donde quedó un granito -minúsculo, negro- de tierra de San Rafael".
De la sensualidad de "San Rafael" pasé a las andanzas de Max Costa en
"El tango de la Guardia Vieja", la última novela de Arturo
Pérez-Reverte. Era Max -gigoló, canalla, bailarín mundano, superviviente y
exquisito ladrón de guante blanco- un tipo tan elegante, encendía con tanta
clase sus cigarrillos turcos con una pizca de opio y miel, que la policía no se
atrevía a detenerlo ni las amantes desvalijadas a denunciarlo. Porque "una mujer nunca es sólo una mujer. Es también, y sobre todo, los hombres que tuvo, que tiene y que podría tener. Ninguna se explica sin ellos".
El único punto débil
de Max -todo buen truhán posee un talón de Aquiles con tacón de aguja- se
llamaba Mecha Inzunza, una joven casada, perteneciente a la clase alta, en
apariencia bien educada hasta que perdía sus modales en la cama, y
desquiciantemente caprichosa. Aseguraba Mecha: "El
remordimiento es poco frecuente en los hombres, si hay dinero o sexo a
conseguir, y en las mujeres si hay hombres de por medio... Además, nosotras no
sentimos tanta gratitud por las actitudes y sentimientos caballerosos como los
hombres creen. Y a menudo lo demostramos enamorándonos de rufianes o de
groseros patanes".
"El tango de la Guardia Vieja", con su ritmo cinematográfico y una
ambientación excelente que transporta al lector hasta la Belle Époque tardía
del período de entreguerras, es una novela de intriga, traición,
encuentros, despedidas, deseos y, en el fondo, aunque le pese a sus
protagonistas, de amor. De lujo, robos y excesos. Del irremediable paso del
tiempo: "Hay
instintos, curiosidades que unas veces pierden a los hombres y otras hacen caer
la bolita en la casilla adecuada de la ruleta. Caminos que, pese a los consejos
de la más elemental prudencia, es imposible soslayar cuando se ofrecen a la
vista. Cuando tientan con respuestas a preguntas formuladas antes".
"Me manda un amigo un vídeo extraordinario, impagable, que está en Internet: el Príncipe Gitano vestido de smoking, con faja negra y pajarita, cantando en supuesto inglés una versión fascinante, friki total, del In the ghetto de Elvis Presley. «Vas a alucinar», me anuncia en el mensaje adjunto. Y no tengo más remedio que decirle: llegas tarde, chaval. A mí del Príncipe Gitano no se me despintan ni los andares".
"Me encantaba ese tío. Sin reservas. Su pinta de chuleta, su manera de cantar. Tuve, además, el privilegio de verlo actuar en persona. Eso fue a principios de los ochenta, cuando el Príncipe Gitano ya estaba en el tramo final -y absolutamente cuesta abajo- de su carrera artística. Cómo sería lo de la cuesta, que yo iba a verlo, cada noche que podía, a un garito infame que entonces todavía estaba abierto en la Gran Vía de Madrid. No recuerdo ahora si se trataba del J'Hay o de La Trompeta, pero era uno de esos dos. Sitios de música y puterío, con moqueta raída, camareros con pinta de rufianes y mesas donde servían champaña chungo a lumis maduras y jamonas vestidas con trajes largos, como las de toda la vida. Y allí, en un escenario crujiente y cochambroso, pisando cucarachas y alumbrado por un foco, el Príncipe Gitano, cincuentón lleno de arrugas y teñido el pelo, pero todavía gitano fino y apuesto en trajes de corte impecable -entallados, con patas y solapas anchas-, desgranaba una tras otra las canciones que en sus buenos tiempos le habían dado dinero y señoras de bandera. Y yo, emocionado en mi rincón, haciendo como que bebía aquellos mejunjes infames, me calzaba sus actuaciones canción tras canción, disfrutando como un gorrino en un charco. Y juro por las campanas de Linares de Manolo Caracol que las pavas -en aquel tiempo las putas eran casi todas españolas- le tiraban besos y aplaudían como locas, y gritaban: «¡Príncipe, otra!... ¡Canta otra, Príncipe!... ¡El reloj! ¡Tani! ¡Rosita de Alejandría! ¡Los Mimbrales!». Y le decían guapo. Y el artista, obsequioso, chulillo, aún flaco y elegante pese a los años, se erguía en aquel escenario infame, sobre el fondo de polvorientos cortinones de terciopelo rojo y grueso, levantaba una mano haciendo círculo con el índice y el pulgar, y cantaba lo de: «Segá por el brillo de su dinero / dehó ar shiquillo». Y las lumis, lo juro, lloraban como criaditas oyendo el serial de la radio. Y a mí, sentado en mi rincón con el vaso de matarratas en la mano, se me erizaba el pellejo. Y en este momento me ocurre exactamente lo mismo al recordar, mientras le doy a la tecla".
Menos bromas con el Príncipe Gitano, que en sus años mozos era un galán que enloquecía a las mujeres. Escribía Álvaro Retana: "Ya no es Enrique Vargas aquel niñato gitano que desde el escenario del Reina Victoria soliviantaba al elemento femenino, recién debutado, con su gallardía de machito joven y su acertada interpretación del repertorio aflamencado. Pero al perder la adolescencia y ganar en reciedumbre varonil ha ganado también perfección artística". El repertorio del Príncipe Gitano se las traía...; su "Cariño de legionario", aunque en castellano, también era de "agárrense que vienen curvas". Se atrevía con todo, incluso con el francés...
Otra joya del repertorio era "Chivato", de José Antonio Ochaíta y Xandro Valerio. Ojito con la letra...:
"El oficio que aprendiste
tiene en baja su papel;
y aunque en oro te lo paguen
cobras odio y cobras hiel.
En lo más oscuro de tu nombre
llevas la condenación
y los niños y los viejos
te lo repiten: ¡Soplón!
¡Chivato! ¡Chivato!
Tu gallo canta la traición.
¡Chivato! ¡Chivato!
Te ciega el odio y la razón.
Una novia sufre y llora...
¡Chivato!
Una madre está penando...
¡Chivato!,
que tu soplo, en mala hora,
¡chivato!,
la virtud fue difamando...
Como lobo en los rincones
vives tú para morder
un rosal de corazones
cuando van a florecer.
Te ciega el odio y la razón
la sentencia de la gente,
aunque toque a rebato,
acallará tu voz...
Por traicionero,
por ser chivato...
¡Y aún queda Dios!"
Se llamaba Enrique Castellón Vargas y nació en Valencia en el año 1928, hijo de padres calés que se dedicaban a la venta ambulante y al trato de ganado. Él mismo contaba que empezaron a llamarle "príncipe" cuando una mañana, en la que su madre lo paseaba siendo aún niño, una vecina, sorprendida por su guapura y ojos claros, exclamó que parecía un príncipe. De joven quiso ser torero e, incluso probó suerte en algunos tentaderos y novilladas, pero el miedo pudo con su afición. A cambio, se dedicó al cante y al baile con un desparpajo sin parangón.
Firmaba Matanzos el 7 de abril de 1928 en el Diario de Zamora: "Del Príncipe Gitano sólo diremos que no le conocía nadie como torero hasta que ayer se vistió por vez primera, para torear con caballos, el traje de luces. Suponemos que haya sido este arresto una humorada del famoso cantaor. Su debut como torero -no podemos decir que como matador ya que no mató él a ninguno de sus dos enemigos-, su presentación en público no ha podido ser más desafortunada. Estas humoradas, genialidades si se quieren llamar, que tienen a veces los artistas, son muy peligrosas. Tanto que pueden terminar trágicamente. Que siga cosechando gloria y aplausos en el cante para el que Dios le ha concedido excepcionales facultades. Pues no creemos que pretenda trocar la sólida popularidad que ha logrado en su arte por estas genialidades que ofrecen el ruido tenebroso y los comentarios de los fracasos. ¡Lástima de tarde, y pobres toretes!".