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miércoles, 27 de noviembre de 2013

La mayor pena de Joselito El Gallo

Era José una persona sensible, un muchacho un tanto apocado y retraído que gustaba siempre de estar rodeado de su gente. Esta tendencia a la melancolía se agravó considerablemente por el trágico suceso del invierno de 1918 a 1919. Su madre cayó enferma, y a pesar de los hercúleos esfuerzos de Joselito, que la acompañó a los mejores médicos de España, su enfermedad era incurable. El 25 de enero, la madre de la saga de los toreros, la simpática gitana, la Señá Gabriela Ortega, fallecía en Sevilla, sumiendo a su hijo menor en un hondón psicológico que lo entristeció para toda la temporada.
 

Como ha sostenido Paco Aguado, "le costó mucho asumir la realidad porque su madre era para él su refugio, el objeto más preciado de aquel palacete de la Alameda de Hércules. Joselito profesaba una auténtica pasión por aquella mujer tan fuerte, catalizadora de todo el amor y de la unidad de la familia". El hombre más fuerte de todos ante los toros se desmoronó por el inevitable desenlace, jamás asumido pese a las evidencias. Lloró José como un niño, con todas esas lágrimas que permanecerían ocultas en sus entrañas desde que se dedicó al arte del toreo. A su amigo Felipe Sassone le comunicó, mediante un telegrama: "se me ha roto el molde y se me ha roto la vida".
 

Era tal su desolación, era tan grande su angustia, se encontraba tan desubicado, que decidió romper sus compromisos con Lima y quedarse en España a rumiar su pena. No había consuelo posible, ni siquiera refugiándose en las fincas amigas. Su malestar mental le provocó bastantes padecimientos físicos. Volvieron sus problemas de salud, consistentes en fuertes dolores de estómago y unas fiebres altísimas difíciles de controlar. La convalecencia la pasó en casa de su hermana Lola, a la que acudió para no sentirse solo en el palacete de la Alameda.
 

Esa temporada de 1919 se encargó varios vestidos bordados totalmente en azabache, e incluso un capote de paseo de dicho color.

El último chaleco de Joselito, con el que murió en Talavera
(Fuente del texto: catálogo de la exposición "Joselito y Belmonte, una revolución complementaria")
 

jueves, 24 de enero de 2013

La banderilla


¡La banderilla!
¡Mire “usté” que poca cosa!
Cualquier rosa
tarda más en crecer.
Cualquier rosa, si se empeña,
puede llegar a ser mujer
en el color,
en la presentación.
Cualquier flor
por pequeña
que sea, se puede envanecer.

Pero la banderilla...
Nunca puede crecer hasta
bandera.
Se ha quedado en chiquilla.
...pequeña, zalamera,
graciosa,
airosa.
Un poco nerviosilla
y un mucho pinturera,
pero chiquilla.
Por eso se le llama banderilla.
Que, si fuera bandera,
puede que tuviera
más hermosura,
pero menos fragilidad,
más majestad,
pero menos finura,
más aristocracia,
pero menos salero,
más vuelo,
pero menos gracia.

Y es que cada cosa
tiene su cosa especial
¿Ve “usté” qué grande y qué
hermosa
la catedral de Sevilla
y a su “lao”, qué sin valor
esta flor
de la banderilla?
Pues siendo ésta tan chiquilla
y aquella tan monumental,
yo no cambiaría
la catedral por la banderilla
ni la banderilla por la catedral.
Porque cada cosa
tiene su cosa especial.
“Pa” rezar
me sobra la banderilla,
¡eso es natural!;
pero “pa” torear
me sobra la catedral,
aunque sea la de Sevilla.

¿Y a que no adivina “usté”
de dónde nació esta flor?
¿De la orilla del rio...? No, señor.
La banderilla es cosa de tierra
adentro.
¿De un encelamiento
con los claveles...? ¡Ni hablar!
La banderilla es el viento
que se hace flor... ¡y a bailar!
y el clavel es el tormento
de ser sangre y no volar.
La banderilla nació
de esta chulería
señorial y flamenca y bravía
de España.

Aquí “pa” cantar, la caña como
un poquito de broma
“pa” empezar.
Aquí, “pa” bailar, primero
un poquito de zureo
de paloma,
y el ¡”arsa” que toma!
y el ¡vamos a verlo!
y el ¡olé tus pies!,
“pa” después,
la sangre caliente
“quebrá” la cintura
y “empiná” la frente,
llenar el aire de volantes
y desplantes,
de finura y calentura.
Y “pa” jugarse a la suerte
la vida o la muerte
ante el toro,
mucho capote de oro,
mucha seda, mucha flor,
y mucha marchosería
de sangre fría
en el corazón.
¿Que tú me vas a matar,
porque en tus pitones tengas
dos muertes sin estrenar...?
¡Venga, venga...!
¡Prueba a ver si lo consigues!
Yo, en cambio, si me persigues,
“pa” que veas la nobleza
con que juegan a la muerte los señores,
antes de darte muerte
te voy a tirar dos flores.

¡Chulería!
Y de esta marchosería
con que España
burla, piropea,
engaña y pelea
a la orilla
de una cornada mortal,
nació la gracia sin par,
- síntesis de quiebro y maña-,
de esta fina banderilla.
Tan solo caña delgada,
temblor, airecillo... ¡nada!
y esa es su gracia mayor:
saber hacer una flor
con un poquito de nada.

¡Vengan flores de lis, rosas de Francia,
a competir con esta fina banderilla!
Tan poca cosa..., tan chiquilla...
¡pero vaya elegancia!
Y vengan “toas” las flores del mundo entero
a morirse de rabia frente a mi banderilla.
Tan poca cosa..., tan chiquilla...
¡pero vaya salero!
(MANUEL BENÍTEZ CARRASCO)

Uno, dos y tres
tres banderilleros en el redondel,
sin las banderillas, tres banderilleros
sólo tres monteras tras los burladeros.
Uno, dos y tres
luego tres capotes en el redondel,
puntos cardinales de una geografía de sol y sangre
y el toro en el sur.
(MANUEL BENÍTEZ CARRASCO)

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La mujer que lloró la muerte de Joselito

“Las mujeres me gustan más que nada: eso por sabido se calla; como que si yo no torease más que para hombres, ya me habría cortado la coleta. Algunas veces, en esas tardes fatales que tiene uno, cuando casi con las lágrimas saltadas se dejan los trastos de matar y se refugia uno en la barrera, al volver la cara al tendido, en medio de la hostilidad de los que gritan, se tropiezan nuestros ojos con los ojos bonitos de una gachí que, con la caricia de su mirada compasiva, quiere consolarnos. A mí me ha ocurrido algunas veces esto, y entonces me he ido al toro, como un jabato, con el capote, y animado por el calor de los ojos de la desconocida y he levantado al público haciendo todo lo que sabía y algo más. Mandan mucho fluido unos ojos gitanos”.


Fue la confesión que Joselito El Gallo le hizo al periodista José María Carretero, que publicaba bajo la firma de El Caballero Audaz poco antes de morir. También ésta otra: “A pesar de mis pocos años, yo siento dentro de mí la emoción de la vida del hogar: una vida en el campo, labrando una dehesa, de ganado manso, por supuesto, y sin perder una corrida de toros como espectador. Ésa es la idea que, como suprema dicha de mi vida, acaricio para lo porvenir”.  Apenas tenía 25 años, pero el combativo Joselito ya pensaba en alisar el hosco ceño de la guerra en los ruedos. Como escribió Shakespeare, acariciaba la idea de “en vez de cabalgar corceles armados para amedrentar las almas de los miedosos adversarios, hacer ágiles cabriolas en el cuarto de una dama a la lasciva invitación de un laúd”. ¿Pero quién era la dama de ese futuro truncado en Talavera de la Reina por un toro llamado Bailaor? La hija del ganadero Felipe de Pablo-Romero: la bella Guadalupe.


“Estoy enamoradísimo de la hija de un popular ganadero sevillano y voy a casarme con ella. Dentro de un par de temporadas, me retiro. Y lo voy a hacer como Guerrita: en la feria del Pilar de Zaragoza, a la que tanto amo, y por sorpresa”. Los clarines de aquella feria del Pilar jamás sonaron para Joselito. Por supuesto, tampoco llegó a ver a Guadalupe vestida de novia. La familia de la joven, perteneciente a la aristocracia sevillana, no aprobaba este amor con el torero de Gelves. “¿Cómo va a casarse mi hija con un gitano?", llegó a decir en una ocasión Felipe de Pablo-Romero. Y Joselito, que había tentado numerosas veces en aquella casa, se lamentaba ante sus amigos más íntimos: “Antes me llamaba hijo, y ahora gitano”.
De cualquier manera, ser hijo de un payo y una gitana, no fue lo que impidió aquella boda, sino la trágica e inesperada muerte del torero en 1920. No en vano, Joselito llegó a brindarle un toro a Guadalupe en la plaza de toros de Bilbao, alimentando el correveidile de todo el público asistente. Ella jamás se casó y murió octogenaria en el barrio sevillano de Los Remedios en 1983. En su testamento pidió que nunca faltasen flores en la tumba de su amado José. Manuel Barrios, en su libro “El sacristán del diablo: vida mágica de Fernando Villalón”, reproduce textos de la época que narraban el entierro del Gallo: “Al final del Paseo del Duque, una mujer enlutada, joven y guapa (probablemente Guadalupe Pablo Romero que hasta el último día de su vida llevó flores a la tumba de José), con los ojos arrasados en lágrimas, dio un grito de ¡Joselito!, y varias amigas la retiraron de la acera”.
Joselito, de luto en La Maestranza, por la muerte de su madre
(abril de1920)

Cuatro amargores llevaba Joselito cosidos a la garganta la tarde en que cayó ante Bailaor: la muerte de su madre, la señá Gabriela; la guerra con los Maestrantes a cuenta de la plaza Monumental; las asperezas con la prensa, que en aquella temporada de 1920 fue más dura que nunca, especialmente Gregorio Corrochano; y, por encima de todo, su amor imposible por Guadalupe.
"Pensaba retirarse dentro de un par de años a lo sumo, pues si grande,
muy grande, era su afición a los, toros, mayor era la inclinación amorosa
que latía en su pecho. Una cornada cruenta vino a tronchar en flor las ilusiones
del infortunado lidiador. ¡Triste destino!" (Luis Uriarte)


jueves, 13 de septiembre de 2012

Las madres de los toreros

Escribe Javier Villán: "La madre ha nutrido fecundamente la biografía de los toreros y la literatura taurina. Hay casos excepcionales, como la madre de José Miguel Arroyo, totalmente ajena a la vida de su hijo, adoptado por la familia Martín Arranz, a la que Joselito considera sus verdaderos padres. O la de Sebastián Castella, algo lejano y acaso también doloroso. La tradición y la liturgia sitúan a la madre y a la novia o esposa recluidas en casa durante la corrida, rezándoles a todas las vírgenes y a todos los santos, para que nada le suceda al héroe de su corazón. La primera llamada al terminar la corrida, si no ha habido contratiempo, es para ellas; y si lo hay, también, para disimular la gravedad del percance [...] La modernidad no ha dado figuras tan importantes como doña Angustias o la señá Gabriela".

¿Quién era la señá Gabriela? Pues Gabriela Ortega Feria, nacida en Cádiz, en la calle Santo Domingo, el 30 de julio de 1862, bailaora de tronío y notable cantaora -trabajaba en el famoso Café del Burrero-, que contrajo matrimonio con el diestro Fernando Gómez "El Gallo" y dejó su profesión para ser  madre de tres toreros -Rafael, Joselito y Fernando, los Gallo- y suegra de otros tres, casados con sus hijas Gabriela, Trini y Dolores. Nadie cuenta y recita mejor la vida de Gabriela Ortega Feria que su nieta, Gabriela Ortega Gómez:


Los días de corrida, la casa de la señá Gabriela -nombre que en hebreo significa Fuerza de Dios- se llenaba de oraciones, estampas y velás enrizás. Una imagen de la Virgen de la Macarena presidía una de las habitaciones de la vivienda sevillana. Allí, la madre de los Gallo, sentada en su mecedora, con el sonido del reloj rompiendo el silencio de las calurosas tardes de verano, esperaba a que llegaran los temidos y anhelados telegramas. A partir de esta imagen, Rafael de León compuso la copla "Los niños de la Gabriela" que estrenó Lola Flores en 1947.

"Rafaé ya está en Er Puerto,
Fernandose fué a Jeré,
los dos hermanos, por sierto,
con toros de Guadalé.
Pero tengo un cuchillito
que me ronda la sintura;
en Córdoba, Joselito
con seis toros de Miura.
La mare está dormivela...
son tres clavos de amargura
los niños de la Gabriela".


Doña Gabriela falleció en 1919, un año antes de la trágica muerte de su hijo Joselito en la plaza de Talavera de la Reina, cuando el toro Bailaor, de la ganadería de la Viuda de Ortega, le asestó una cornada mortal en el viente tiñiendo el Gelves con sangre de los Ortega.


Continúa así Villán su repaso materno: "A la madre de El Fundi, Ana Martín, se la ve y se la escucha en los tendidos de Las Ventas preferentemente. Un día la tuve detrás de mí. Era una tigresa que defendía al cachorro sin pararse en razones, con las garras del corazón. Yo quedé fascinado por una dialéctica del agravio que me remitió a las grandes heroínas clásicas. Cuando aparecía por el callejón cierto afamado radiofonista le increpaba a voz en grito para que la escuchara no sólo el aludido, sino cualquiera que no se tapara los oídos en cien metros a la redonda. "¿Qué pasa, que mi hijo no te paga y por eso lo pones mal? Somos pobres y no pagamos a periodistas trincones". Gran aplauso. Y luego, encarándose con los del 7, los llamaba "hijos de víbora y alacrán". Eso me pareció un hallazgo de tal calibre lingüístico que cada vez que tengo que insultar a alguien me apropio de esa joya de doña Ana. Y quedo como Dios: fino y original sin ofender a la madre. Hijo de víbora y alacrán, o sea, la maldad suprema".