A contraquerencia de los tiempos. Este es un lugar pasado de moda, irremediablemente demodé; como una taberna aislada en la era de los pubs y las discotecas: vacía, silenciosa, sombría, con el dueño acodado en la barra, ataviado con su mandil, entre el olor a madera y vino. Este blog es como esa taberna, condenado a desaparecer.
hay misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios.
Son las últimas palabras de las dulces muchachas rubias
que con el escote ensangrentado se refugian allí para morir.
Última noche bajo el pálido neón, último día bajo el sol alucinante,
calles recién regadas con magnolias, faros amarillentos de
los coches patrulla en el amanecer.
Te esperaré a la una y media, cuando salgas del cine -y a
esta hora está muerta en el Depósito aquélla cuyo
cuerpo era un ramo de orquídeas.
Herida en los tiroteos nocturnos, acorralada en las esquinas
por los reflectores, abofeteada en los night-clubs,
mi verdadero y dulce amor llora en mis brazos.
Una última claridad, la más delgada y nítida,
parece deslizarse de los locales cerrados:
esta luz que detiene a los transeúntes
y les habla suavemente de su infancia.
Músicas de otro tiempo, canción al compás de cuyas viejas
notas conocimos una noche a Ava Gardner,
muchacha envuelta en un impermeable claro que besamos
una vez en el ascensor, a oscuras entre dos pisos, y
tenía los ojos muy azules, y hablaba siempre en voz
muy baja- se llamaba Nelly.
Cierra los ojos y escucha el canto de las sirenas en la noche
plateada de anuncios luminosos.
La noche tiene cálidas avenidas azules.
Sombras abrazan sombras en piscinas y bares.
En el oscuro cielo combatían los astros
cuando murió de amor,
y era como si oliera muy despacio un perfume.
Cuando Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) publicó el libro La muerte en Beverly Hills (1968), aún escribía en castellano y ya había ganado el Premio Nacional de Poesía con Arde el mar (1966). Luego, se pasaría al catalán. Beverly Hills es una localidad de Los Ángeles que sucedió a Hollywood como uno de los lugares favoritos de residencia de los grandes astros del cine.
La madrileña calle Caballero de Gracia esconde dos secretos. El primero, un oratorio cuyo ábside neoclásico da a la Gran Vía. Y, un poco más abajo, en el número 36, la Taberna Don Paco, que es otro templo, donde se rinde culto a la religión pagana del toreo. Al cruzar el enrejado que hace de puerta, se accede a otro Madrid, uno que ya no existe, salvo en Don Paco. Las vigas de madera y las paredes de ladrillo visto preservan una colección de fotos en blanco y negro: Lupe subida a los hombros de Manolete, Caracol pegando un natural ante la mirada jovial de Paco Camino, Juan Belmonte y Rafael El Gallo sentados en un tendido de sol, Lola bailando y enseñando pierna, La Malena junto a la bellísima Carmen Amaya.
En la barra, dos señores hablan de toros con una copa de manzanilla en la mano. ¡Qué pocas tertulias taurinas se escuchan ahora! Recuerdan a Manzanares, con su inmortal vestido canela y oro. Precisamente, unos metros más al fondo, se encuentra Antonio López, regente de la sastrería Fermín. Al poco, los dos señores abandonan la evocación de Manzanares y arriban al puerto sin mar de Curro Romero. ¡Cómo toreaba Curro! ¡Ezo era otra coza...! Quien habla es Gonzalito, el leal mozo de espadas. Y su interlocutor, Paco, don Paco, el dueño de la taberna y su memoria, que pide una ración de tortillitas de camarones con el fin de avivar la tertulia. Nombrar a Ava Gardner basta para incendiar la tarde.
"Ava era muy generosa... y se lo bebía todo. Cuando yo era un chaval, me daba muy buenas propinas. Le llevaba el café a la suite del Castellana Hilton, y alguna vez hasta sopa de ajo. Cargaba con las migas de pan en una servilleta, porque antes no existían las bolsas de plástico", rememora don Paco. "¡Eza zeñora era una pantera!", apunta Gonzalito. Todos asienten, incluso Luis Miguel Dominguín, que observa la escena desde una fotografía. "En una ocasión, me pidió que le comprara cuatro velas. Yo se las subí al cuarto. Llevaba un batín de color aguamarina. Se lo desabrochó y empezó a bailar entre las velas. Fue un momento, pero… como abrir la Caja de Pandora, ¿me comprendes?". Algunos recuerdos alimentan más el espíritu que una ración de tortillitas de camarones. "Otra vez, en El Duende, a la señora se le cayó el mechero al suelo. Yo se lo acerqué, pero dijo que me lo quedara de propina. For you. Las propinas, antes, nos la repartíamos entre todos los trabajadores. Tasamos el Dupont de Ava y valía 2.000 pesetas. Yo pagué a mis compañeros la parte correspondiente y me lo quedé. Aún no conservo".
Lucía Bosé, Luis Miguel Dominguín y Ava Gardner
Llega la hora de la comida y de pasar al salón. Esto sólo ha sido el aperitivo. Gonzalito se marcha y don Paco tiene que atender a la clientela. La tertulia nos ha sabido a poco, por eso quedamos en vernos otro día para seguir hablando de aquel Madrid, que ya no existe, pero que sobrevive en la prodigiosa memoria de don Paco.
La moda de la década de 1940 estuvo limitada por una época turbulenta. La guerra entre Inglaterra y Alemania comenzó en 1939, y en 1942, con el bombardeo de Pearl Harbor, japoneses y estadounidenses se implicaron en la contienda. Hasta entonces, París había permanecido en el centro de la moda, pero al comenzar la guerra muchos diseñadores, incluida Chanel, tuvieron que suspender sus operaciones. Mainbocher, el responsable del vestido de novia de la duquesa de Windsor, se trasladó a Nueva York, donde continuó creando su propia colección, así como uniformes para las Girl Scouts y la Cruz Roja. Los estadounidenses, además, contaban con muchos talentos como Hattie Carnegie, Normal Norell y Claire McCardell.
Aunque la taquillera película Lo que el viento se llevó era aparentemente una obra de época, sus modelos se hicieron un hueco en la calle. Los sombreros de Vivien Leigh, adornados con cintas, plumas y velos de encaje -diseñados por John P. John-, inspiraron a las mujeres más modernas de la década, al igual que la tendencia del cabello enrollado o con redecillas.
Si el acento en 1920 estaba puesto en los conjuntos universitarios, en 1940 la noción de "mercado juvenil" se aplicaba en un sector aún más joven. En las películas de Andy Hardy, el adolescente Mickey Rooney ganaba fans igual que su personaje conquistaba a otras estrellas como Judy Garland, Lana Turner y Ava Gardner. El vocalista Frank Sinatra atraía a multitudes de seguidoras llamadas bobby-soxers porque llevaban calcetines cortos y zapatos bicolor.
Durante la guerra, los fabricantes estuvieron sujetos a estrictas normas de racionamiento que pusieron fin a dispendiosos artículos como las capuchas y los chales, las faldas con mucho vuelo, los cinturones anchos y las mangas de abrigo dobladas. El uso de cremalleras y cierres de metal también se vio restringido, lo que llevó a nuevas creaciones, como la falda cruzada. La escasez de nailon para las medias favoreció la tendencia de dibujar en las piernas unas costuras con un lápiz de cejas. Sin duda, la década de 1940 fue una época de modas pasajeras. Las mujeres lucieron turbantes, gorros de marinero y "lunares" adhesivos hechos de pequeños trozos de seda. Los adolescentes varones lucían botas militares y las chicas vaqueros enrollados y grandes camisas de hombre.
El "nuevo look" de Dior
La moda femenina en los años de guerra, práctica y austera, reflejaba el estado del país. Después de la contienda, sin embargo, el diseñador parisino Christian Dior supuso, acertadamente, que los soldados veteranos, a su regreso, soñarían con mujeres esperándolos en casa, muchas de las cuales, por cierto, habían estado trabajando o sirviendo en las fuerzas armadas y estaban deseosas de recobrar un aspecto más femenino. La primera colección de posguerra de Dior de 1947 es una de las más veneradas. Su estilo constituyó un nuevo comienzo con faldas más largas y más vuelo, además de chaquetas que enfatizaban un pecho con relleno y una minúscula cintura de avispa encorsetada, todo ello acompañado de unos zapatos puntiagudos con tacón de aguja. La editora de Harper´s Bazaar Carmel Snow lo denominó el "nuevo look".
La tarde del 17 de mayo de 1949 pasará a la historia de la Tauromaquia como el día en que Luis Miguel Dominguín se autoproclamó número uno del toreo alzando su dedo índice hacia el cielo en la plaza de Las Ventas de Madrid. Aquello provocó una de los mayores escándalos que se recuerdan en esta plaza. "¡Menos mal que no había entonces en España pena de muerte! Si hubiera habido, lo habrían matado...". Así se expresaba un picador de Luis Miguel esa tarde en una opinión recogida en el libro de Andrés Amorós.
En la explanada de Las Ventas, el doctor Fleming, Antonio Bienvenida y "Yiyo" tienen compañía. Junto a ellos se ha instalado Luis Miguel Dominguín. En la escultura, con la mano izquierda, el provocador torero madrileño arrastra su capote por el albero, a la vez que extiende el brazo derecho hacia el cielo en señal de gratitud (algunos opinan que está pidiendo un taxi). La pieza, elaborada en bronce por Ramón Aymerich, es poco garbosa: debería haber continuado enchiquerada en el museo de Las Ventas, donde se guardaba discretamente hasta ahora. Desgraciadamente, el autor no ha conseguido reflejar ni el portentoso físico de Luis Miguel Dominguín ni tampoco su esencia. El matador, con su dedo índice, tendría que señalar, para la posteridad, que fue y sigue siendo el "número uno". ¿O alguien piensa que conquistar a la Gardner era tarea sencilla?
Durante sus vacaciones en España, Ava, casada en aquella época con Frank Sinatra, no escatimó en escarceos con Luis Miguel, un hombre que se codeaba con la élite intelectual, política y social de su éoica. Cuentan que, en un arrebato de celos, Sinatra se plantó delante del toreo, a quien insultó en un spanglish perfectamente inteligible, y éste último, sin pensárselo dos veces, le plantó a la voz de terciopelo dos bofetadas "a la ibérica". El número uno no era, precisamente, un hombre discreto pero, como él mismo decía, ¿qué gracia tenía acostarse con el animal más bello del mundo si después no lo pregonaba? Llegó a describir a Ava como "la más guapa y la más fiera: tenía yo una loba muy feroz en una jaula...".
"Luis Miguel se levanta de la cama y se dispone a salir. Ella le pregunta: 'A dónde vas ahora?' Y él contesta rápido: '¿Dónde voy a ir?, ¡A contarlo!'".
En el interior de Las Ventas, en la Sala Bienvenida, una exposición con fotos de Canito reflejan estos años. En alguna ocasión, el centenario fotógrafo ha llegado a afirmar que Ava estaba locamente enamorada de él: "He tenido muchas veces a Ava Gardner entre mis brazos. Nos hemos besado y emborrachado; me quería y nos respetábamos".
Ava vista por Canito
Hace poco, me contaron una anécdota gastronómica sobre las visitas que Ava hacía por España. Le entusiasmaba la lengua, no la de Luis Miguel, que también, sino la de vaca estofada. El guiso de toda la vida, vaya. En las tabernas de la Cava Baja todavía recuerdan que no pedía otra cosa, salvo su otro plato favorito: huevos fritos con patatas.
«Porque el toreo también es tan bonito como un amor imposible, ése que a lo mejor ya no vuelve o puede volver mañana mismo».
(Alfonso Navalón)
Jóvenes con mantilla en el palco de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla (Atín Aya)
«La mujer, engranaje esencial del universo, tiene un lugar especial en el mundo del torero, solicitado como héroe. A veces tiene un aura maldita, como una especie de aniquiladora del valor. Un dicho popular afirma: "Torero enamorado, torero acabado". Pero es refranero, a veces, es de una sabiduría mostrenca refutable. Más bien se refiere a cierto desorden orgiástico que puede marcar la sentimentalidad del torero cuando alcanza el triunfo y se le abren puertas cerradas hasta entonces. Ejemplos hay de amadores incontinentes que, en vez de acabarse con las mujeres, con ellas alcanzaron prez y fama. Hay toreros escépticos ante ese fenómeno de seducción que consideran una leyenda. Roberto Domínguez afirmaba que un torero en pijama pierde mucho. Manili, cuando triunfó en Madrid y accedió a la riqueza, decía que, de seguir así, las mujeres acabarían por encontrarle guapo. Pepe Dominguín, un gran seductor, dejó escrito: "No sé qué significa tener éxito con las mujeres. Éxito es elegir la que te gusta, la que te va y la que te dure mucho. Lo otro, lo que se considera éxito, son muchos pequeños fracasos".
Manili dando la vuelta al ruedo (1988)
La mujer, en el toreo como en cualquier aspecto de la vida, puede ser de plomo o de corcho. Si de plomo, hunde a quien a ella se aficiona, si de corcho, ayuda a flotar incluso en las peores tormentas. Para muchos toreros el sexo la noche antes de la corrida es una maldición y la mujer una especie de mantis devoradora. Para Manuel Benítez, el Cordobés, no había miedo ni mantis. Es fama que momentos antes de vestirse para ir a la plaza su ritual favorito era la fornicación. En cambio, Espartaco, torero de recio corazón, declaraba en una entrevista hace años que "si has estado con una mujer, el toro se da cuenta y te echa mano". En la expresión "te echa mano", Juan Antonio Ruiz, Espartaco, coincide con José Gómez Ortega. José consideraba las relaciones femeninas dulces y hermosas pero peligrosas durante la temporada. A veces empeñaba una medalla mellada por el pitonazo de un toro que "le echó mano". "La noche anterior la había pasado mirándome en los ojos de una mujer". Parece ser que fue Rafael el Guerra el precursor de la abstinencia, incluso conyugal, hasta el extremo de no pernoctar en casa para no caer en la tentación. Julián García Candau, en su libro Celos, amor y muerte, le atribuye la siguiente frase: "Para ser figura del toreo no se puede pensar más que en el toro". Y otra más expresiva: "A los toreros se les va el valor por la picha".
Bella espectadora en la antigua plaza de toros de Cádiz
Mujeres con mantilla en los toros
Belmonte, gran amador, prefería correr el riesgo de una noche tumultuosa, aunque luego no se tuviera en pie en el ruedo por los excesos amatorios y la mala alimentación. Chaves Nogales refiere en la fantástica biografía del trianero cómo el amor maldito a punto estuvo de truncar una carrera que si siquiera había empezado. "Yo era un torerito valiente y me enamoré de una mujer casada, guapa, con mucho temperamento y muy experta en lides amatorias; arriesgaba su bienestar y su crédito por el amor de un torerillo sin nombre y sin dinero y me entusiasmé hasta el punto de que mi vida cambió radicalmente. Los toros dejaron de ser una obsesión para mí". A tal extremo dejaron de interesarle que una tarde no pudo matar un novillo, mejor dicho, un toraco: entró cien veces a matar, fue cogido quince o veinte, sonaron los tres avisos y le echaron los cabestros. Pero se recuperó y siguió engolfado en aquel amor. A fin de cuentas, no debió de ser tan malo, pues Belmonte llegó a ser lo que fue. Hay diferentes tipos de mujer, no obstante, en la vida de los diestros...» (fragmento del último libro de Javier Villán).
Ava Gardner y Luis Miguel Dominguín en la plaza de toros de Toledo
Un torero me dijo en una ocasión que a las mujeres deberían prohibirnos la entrada de barrera: desconcentramos una barbaridad, me confesó.
«Por culpa de una sonrisa que echaste a unos ojos que había en barrera,
un toro de mi divisa manchó de amapolas tu estampa torera».
¿No desconcentra más tener a Arrabal en el callejón?
La teoría de las mujeres de plomo y la mantis devoradora no es tan descabellada. Algunas señoras tienen peores ideas que un Saltillo resabiado. Y cuando se torea, se está a setas o a Rólex. Viene como anillo al dedo aquel pasodoble, poco conocido, compuesto por el linense Ignacio Román y titulado "Ojalá", que cuenta la historia de una mujer, enamorada de un torero que, tras echarle todas las maldiciones habidas y por haber, se arrepiente porque termina matándolo un toro. El "ahojalá" llegó un poco tarde.
«Torero de cuerpo entero. Su sino, cómo me duele. Lo quiero de compañero sin verlo por los carteles.
Me dice: “Deja los cantes”. “Deja los toros”, le digo yo. Nos vamos con un desplante, pero el despecho llora en mi voz.
Ojalá te coja el toro sin gloria y en tierra extraña. Ojalá que en sangre y oro, tu historia no llegue a España.
Ay, mi cariño bravío. Ay, tu locura torera. ¡Qué mano a mano, Dios mío, pa´verlo desde barrera!
Ojalá tus ojos moros, con pena me suplicaran. Ojalá no hubiera toros ni arena y mis besos te bastaran.
La plaza gritó en la tarde el aire quedó empañao. El toro sembró, cobarde, claveles en su costado.
Corrí hasta la enfermería y entre mis brazos lo vi morir. De luto desde aquel día con mi palabra me revestí.
Ojalá te coja el toro. Qué historia la de mi duelo. Ojalá que, en sangre y oro, la gloria te den los cielos.
Ay, mi cariño bravío. Ay, qué veneno en mi boca. ¡Ay, qué castigo, Dios mío, que voy a volverme loca!
Ojalá te coja el toro. ¡Qué historia de mala suerte! Ojalá con un te adoro pudiera arrancarte de los brazos de la muerte».
Eduardo Gallo, evidentemente a setas, besa a sus partidarias a su llegada a Las Ventas (Juan Pelegrín)
"El bar Víctor estaba tranquilo y silencioso. Había una mujer sentada en un taburete del mostrador; llevaba un traje sastre color negro que, por la época del año en que nos encontrábamos, no podía ser de otra cosa que de alguna tela sintética como el orlón; estaba bebiendo una bebida de color verdoso pálido y fumaba un cigarrillo en larga boquilla de jade. Tenía una mirada sutil e intensa que a veces evidencia neurosis, a veces ansiedad sexual y otras es simplemente el resultado de una dieta drástica.
Me senté dos taburetes más allá y el barman me saludó con una inclinación de cabeza pero no sonrió.
- Un gimlet- dije-, sin bitter.
[...] El barman se alejó. La mujer de negro me dirigió una mirada rápida y después siguió mirando el vaso.
- Tan poca gente los toma – murmuró tan despacio que al principio no me di cuenta de que me estaba hablando. Volvió a mirarme de nuevo. Tenía ojos oscuros y muy grandes y las uñas más rojas que había visto en mi vida. Pero no tenía el aspecto de ser un programa fácil y en su voz no había ningún indicio de que fuera una buscona.
[...] El barman me sirvió el vaso con la bebida. El jugo de lima le daba el color verde amarillento pálido y parecía como enturbiada. La probé. Era dulce y fuerte al mismo tiempo. La mujer de negro me observaba. Levantó su vaso hacia mí y bebimos juntos. Entonces supe que su bebida era igual a la mía. El próximo paso era cosa de rutina, de modo que no lo di. Simplemente seguí sentado".
El texto pertenece a "El largo adiós" (1954) de Raymond Chandler, uno de los maestros de la novela negra americana junto a Dashiell Hammett. Su protagonista, el detective privado Philip Marlowe, confesaba que sólo disfrutaba con el whisky, las mujeres y el ajedrez. La imagen (1949) lleva la firma de Lisette Model, cuyo consejo más célebre a la hora de fotografiar era "disparar desde el estómago" ("shoot from the gut"). Texto y foto tienen como telón de fondo la barra de un bar, escenario maldito de tantas escenas sublimes. "The Killers" (1946), la adaptación por Robert Siodmak del relato de Hemingway, también comienza en la barra de un bar, cuando dos hombres de aspecto siniestro piden pollo con puré de patatas.
"La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de patatas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Ésa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bistec.
-A mí dame suprema de pollo y puré de patatas.
-Ésa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y una gabardina negra abrochada. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocino con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban gabardinas demasiado ajustadas para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador".
La luz de "The Killers" es dura y expresionista. Sólo al personaje femenino, Ava Gardner, lo iluminan con una técnica suave, resaltando la escala de grises. Ese detalle también destaca su carácter ambiguo: no es buena, no es mala, ni blanco ni negro.
Un mostrador bajo luces de néon también inspira la melancólica pintura de Hopper "Nighthawks" ("Noctámbulos", 1942). Cuatro personajes y ninguno se mira entre sí: cada uno absorto en sus pensamientos, tareas y circunstancias. Porque las barras de los bares, en literatura, fotografía, pintura y cine, casi siempre inspiran soledad... o desasosiego.