martes, 15 de julio de 2014

Fotomatón de San Fermín


Como en un puzzle perfecto donde, milagrosamente, encajaran piezas de distintas procedencias, el día de toros ideal estaría compuesto por el apartado en los corrales de Bilbao, el previo al festejo en Pamplona y la corrida en Madrid. Cada San Fermín, del 7 al 14 de julio, a las cinco y media de la tarde, la banda de música "La Pamplonesa" arranca su melodioso paseíllo desde la Plaza Consistorial. Durante su recorrido por la calle Chapitela, gente de toda condición se une a la comitiva, que desemboca en la Plaza del Castillo. El público baila, al son de pasodobles, las sortijas del repertorio: La Giralda, Amparito Roca, El tío Caniyitas o Viva El Maera. De esta manera, Pamplona, con su pañuelo rojo atado al cuello, durante esta procesión pagana, escolta a su banda hasta la puerta de la Plaza de Toros, donde los músicos se funden con las peñas.


Cuando la corrida da comienzo a las seis y media, los tendidos reverberan, cuajados de camisas blancas que reflejan la luz estival. Una ilusoria frontera separa el sol de la sombra, convirtiendo el ruedo en una trinchera donde los toreros pechan con los pitones más pavorosos de nuestras ganaderías. Sin embargo, el armisticio entre las dos mitades de La Meca resulta impecable: el sol jamás molesta a la sombra, ni la sombra increpa al sol. A lo sumo, al cuarto toro, un avioncito fabricado con papel de aluminio y olor a chorizo puede aterrizar en los tendidos de penumbra. En eso consiste la regla no escrita de las fiestas de San Fermín: llegar hasta el límite de tu propio desenfreno sin importunar al vecino. Así, unos beben vino mientras otros se lo tiran por encima. Locuras bendecidas por el santo que reside en la parroquia de San Lorenzo.


Dice un amigo que los Sanfermines son las fiestas más alegres del mundo. Probablemente tenga razón. Yo también añadiría que son las más acogedoras. Por ello, el próximo año prometo volver a lucir el pañuelico rojo.

lunes, 14 de julio de 2014

El conejo y el burro del cabaret


Uno de los cabarets más antiguos de París tiene un nombre peculiar: "Lapin Agile" ("Conejo Ágil"). En realidad, la denominación proviene de una simpática deformación del lenguaje. A finales del XIX, el propietario de este local situado en la colina de Montmartre (22 de la Rue des Saules) encargó al caricaturista André Gill un símbolo para su negocio. El dibujante pintó en uno de los muros exteriores un conejo escapando del interior de una cazuela con una botella de vino en su mano-pata derecha. En poco tiempo, los parisinos empezaron a hablar del "lapin à Gill" ("el conejo de Gill"), que rápidamente derivó en el "lapin agile".
 
 
Gracias al generoso Père Frédé -que daba de comer y beber a los artistas a cambio de poemas, canciones o dibujos-, el cabaret del conejo conoció su época de mayor esplendor, recibiendo las ilustres visitas de Apollinaire, Modigliani, Picasso y Maurice Utrillo. Sin embargo, el personaje más célebre de la cantina era el burro Lolo, amigo de todos los bohemios de Montmartre y fiel compañero de Père Frédé durante su época como vendedor ambulante. En 1910, uno de los clientes habituales del cabaret, el escritor Roland Dorgelès, decidió dejar al mundo del arte en evidencia. En pleno apogeo de las vanguardias, ató un pincel a la cola del pobre Lolo para que éste pintara un lienzo "a rabazo" limpio, titulado Et le soleil s'endormit sur l'Adriatique. Así nació el movimiento del Excesivismo, que causó furor entre los críticos de la época... cometiendo una auténtica burrada. 
 
La burrada artística de Lolo
 
Picasso también regaló un cuadro a Père Frédé: se trataba de un alegre autorretrato donde el malagueño tomaba una bebida en la barra del cabaret disfrazado de arlequín. La joven del centro sería la amante de Picasso en 1905 (la modelo Germaine Pichot), y el guitarrista del fondo, el propio Frédé.
 
"Au Lapin Agile" se encuentra hoy en el Metropolitan de Nueva York

El pintor de Montmartre por excelencia, Maurice Utrillo, fue otro artista que plasmó, en diversas ocasiones, el "Lapin Agile" pero, a diferencia de Picasso, desde el exterior. Actualmente, el cabaret continúa existiendo, frente al viñedo del barrio más canalla de París.
 
El "Lapin Agile" de Utrillo y el auténtico

viernes, 11 de julio de 2014

Se cae la aceituna

¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!
Miguel Hernández
 

Siempre, por este mes, al solano último de agosto, a la lluvia temprana, al calor postrero y apretado, comienza a caerse la aceituna. De buenas a primeras, una mañana, aparecen inexplicablemente los primeros puntillos verdes sobre el suelo del olivo, tersos al principio, encogiéndose rápidamente,  hasta quedar el hueso mondo y lirondo.
 
La caída de la aceituna siempre llega por los mismos días, repicando a otoño, entreabriendo molinos, empujando a los calores finales, a las tórtolas y golondrinas atrasadas, dejando el aire vacante para tordos y estorninos, avisando con el cobre primero a las hojas, para la partida. Sabe a lluvia que no va a tardar, a neblina primera, a sol pálido. Las últimas moras están a punto. El vallado las ofrece a cientos. Ya no queda un maizal en pie, y el viento barre los últimos melonares.
 
Surco a surco, el braván va borrando el amarillo del campo, vistiéndolo de colores severos, blanquecino en los alberos, rojizo en los polvillares, grisáceo en los riquísimos bujeos. Ya nadie duerme al raso y los primeros escalofríos comienzan a pedir las primeras candelas.

José Antonio Muñoz Rojas


[...] Verdes,
innumerables,
purísimos
pezones
de la naturaleza,
y allí
en
los secos
olivares
donde
tan sólo
cielo azul con cigarras,
y tierra dura
existen,
allí
el prodigio,
la cápsula
perfecta
de la oliva
llenando
con sus constelaciones el follaje:
más tarde
las vasijas,
el milagro,
el aceite.
 
Pablo Neruda
 
 
Mare, yo tengo un novio aceitunero,
Que tiene vareando mucho salero...

miércoles, 9 de julio de 2014

Coplillas para las feas


La suerte de la fea, la bonita la desea. A la fea y a la hermosa, la copla en sus cabellos siempre engarzó una rosa. A las niñas morenas y a las rubias encendidas. Sin distinciones. Por eso, en 1950, Juanita Reina grabó La coplilla de la fea, compuesta por Antonio Quintero y Rafael de León. Una rareza del repertorio que, inexplicablemente, no se ha vuelto a versionar.
 
¿Por qué se fija ese hombre y arrepara
en esa niña que pasa por su lao,
por qué se ríe mirándola a la cara,
por qué el coló de la niña ha quebrao?
¿Por qué le dice la gente:
-Caballeros, atensión,
por qué a la triste inocente
se le parte el corazón?
Tú te diviertes,
malas ideas,
y con fatigas de muerte
va disiendo así la fea:
 
No sabes, niño bonito
que me miras y te ríes,
que soy como un huertesito
de claveles y alhelíes.
Que tengo las condisiones
de la casa del rey moro,
por fuera con desconchones
y por dentro es un tesoro.
Cuando lleno de angustias mortales
sin amigos yo te vea,
y la vida a los dos nos iguale,
ya verás tú lo que vale
el cariño de una fea.
 
 
Existe otra copla, algo más conocida y versionada, titulada Ana María, la fea. Fue compuesta en la década de los 30 por Perelló y Mostazo.
 
Era Ana María
Por buena y por fea
La risa del barrio
La burla de tós.

A nadie atraían
Sus trajes de sea
Y nadie en la vida
De amores le habló.

Cuentan que una noche
Un guapo mocito
Al verla tan rara se quiso burlar.
Y en plan de guasita
Con unos amigos
Al pie de de su reja
Lanzó este cantar:

Ana María.
Ana María la fea.
¡Qué desgraciaíta eres!
¡Que aunque te vistas de sea
Naide en el mundo te quiere!
¡Sal a tu reja y no llores!
¡No pierdas tú la alegría
¡Que yo te doy mis amores!
¡Ana, ay, mi Ana!
¡Mi Ana María!

Loca por la copla
Que alegre escuchaba
Su reja florida
Le abrió al rondador
Y al ver que de ella
Así se burlaba
de rabia y coraje
La fea lloró.
 

Con estas canciones populares, llegamos a la conclusión que, aunque oculta tras la celosía, más vale fea y con gracia, como la niña picadita de viruela, que bonita y sosona. Todas las coplillas de las feas tienen, pues, un final feliz, sin embargo, en el tango los desenlaces son mucho más descarnados, con la protagonista, como una flor de angustia, transida de dolor. 
 

Picadita, picadita,
picadita de viruela
con la cara morenita
del color de la pajuela.
Nadie le dice bonita,
nadie de amor la camela,
como un lirio se marchita
sentadita en su cancela.
Y el aquel de su penita
por Sevilla corre y vuela:
no se casa esta mocita
porque tiene la carita
picadita de viruela.

 
Procurando que el mundo no la vea
ahí va la pobre fea
camino del taller;
y a su paso, cual todas la mañanas,
las burlas inhumanas
la hieren por doquier.
Cuando alguno le dice una torpeza
inclina la cabeza
transida de dolor,
y piensa con amargo desencanto:
Por qué se reirán tanto
de mi fealdad, ¡Señor!...

Una noche su viejita
en el cuarto llorando la encontró
y la fea, ¡pobrecita!,
la tragedia de su alma le confió;
aquel hombre que debía
conducirla muy pronto ante el altar,
con su amiga Rosalía,
la que ella más quería,
se acaba de escapar...
 

lunes, 7 de julio de 2014

La ascensión del torero Caracho

El otro día rememoramos los comienzos del torero Caracho de Gómez de la Serna. Hoy ya lo vemos -y leemos- convertido en figura de la torería de la época, tanto en el campo como en la ciudad, rodeado de sus fieles partidarios en el cortijo y en la taberna.


Finaba febrero y Caracho se hallaba en una finca perdida en lo más fragoso de Andalucía, finca de un abonado rico que sabía el prestigio que le daba en todos los alrededores tener allí al gran matador Caracho, la única autoridad que convencía a los mozos y daba respeto a los niños.
 
- Me disciplinas a la gente -decía a Caracho el señor de Ordoriz-, y la cosecha es mayor el año que vienes... Hay más alegría y las mujeres paren más... Influyes en todo, hasta en que las gallinas sean más o menos ponedoras.
 
- ¡Chico -contestaba Caracho-, en lo de las mujeres te juro que yo no tengo la culpa!
 
Ya la blancura de todas las casas brillaba más al sol mañanero y había comenzado el deshielo del mundo.
 
 
[...] El Vozarrón, picador de empuje de su cuadrilla, entró cantando "tinieblas", como siempre [...] Caracho tomó su capa y le dio aire en vuelta, moviendo un viento que amenazó con apagar las bombillas eléctricas.
 
- ¡Lo que me gustan a mí estas capas, en que va bordado nuestro árbol genealógico! -dijo el Vozarrón, señalando aquel magno bordado que cubría toda la espalda de la pañosa, como hojarasca de parra en relieve.
 
Todo el público de La Cuba levantó los ojos hacia Caracho para verle pasar, llevando su capa como una casulla. Todos los demás detrás de él iban como en esas procesiones interiores de las catedrales por en medio de los fieles aglomerados en la nave.
 
La esclavina de Caracho iba dejando volantes de presunción. Todos miraban con más expectación a Caracho porque aquel día de invierno aquello era como una resurrección y como una escapada inaudita del armario en que se meten los toreros durante los fríos.

viernes, 4 de julio de 2014

La llegada del tren... a veces, sin frenos


"Satisfechos con los ensayos iniciales, los Lumière decidieron efectuar una presentación pública de su invento [el cinematógrafo] en la capital [París]. Un amigo de Antoine Lumière, el fotógrafo Clément Maurice, fue el encargado de gestionar la búsqueda de un local idóneo para llevar a cabo la presentación. El local que eligió finalmente Clément Maurice fue un saloncito situado en el sótano del Grand Café, en el número 14 del Boulevard des Capucines, elegante arteria de la orilla derecha del Sena, situada entre la Ópera y la Madeleine. El saloncito había sido bautizado con el presuntuoso nombre de Salon Indien y utilizado como sala de billares hasta que, unas pocas semanas antes, la prefectura de policía ordenó la clausura de las salas de esta clase, que se habían convertido en un terreno abonado para fáciles ganancias de los jugadores poco escrupulosos.

 
La sala era de dimensiones reducidas, tal como convenía a los Lumière, ya que pensaban que un fracaso pasaría así más inadvertido, mientras que un éxito provocaría aglomeraciones sensacionales en la entrada del local [...] Los inventores eligieron para la presentación del cinematógrafo la semana de Navidad, durante la cual los bulevares parisinos suelen estar atestados de viandantes, que pasean contemplando los escaparates de los comercios. Se estableció que el precio de la entrada sería de un franco y que se celebraría una sesión cada media hora [...] La fecha elegida para la presentación del cinematógrafo fue el 28 de diciembre de 1895 [...] Sin embargo, tan sólo algunas de las personas invitadas asistieron a aquella proyección histórica y el aspecto de la sala antes de comenzar la sesión no era muy alentador. Algunos transeúntes ociosos, que tenían media hora que perder, decidieron bajar los peldaños que conducían hasta el Salon Indien.
 

Aseguran las crónicas que flotaba en la sala, antes de comenzar la proyección, un ambiente de frío escepticismo. Este sentimiento duró todo el tiempo que las luces permanecieron encendidas, pues al apagarse, un tenue haz cónico de luz brotó del fondo de la sala y al estrellarse contra la superficie blanca de la pantalla obró el prodigio. Apareció, ante los atónitos ojos de los espectadores, la plaza Bellecour, de Lyon, con sus transeúntes y sus carruajes moviéndose. Los espectadores quedaron petrificados [...] La cinta La llegada del tren provocaba el pánico en la sala, pues los espectadores creían que la locomotora se les iba a arrojar encima. Esta inocente peliculita asustaba tanto a las damas y ponía tan nerviosos a los caballeros porque resultaba excesivamente realista para su mentalidad precinematográfica".
 
Román Gubern, Los fantasmas del Salon Indien
 
 
Efectivamente, en diciembre de 1895, los parisinos huían despavoridos del Salon Indien con sólo intuir el resoplido del tren de los Lumière. No era para menos. Hay un detalle que ha pasado inadvertido en todos los manuales sobre Historia del Cine que he leído. Exactamente ese mismo año, el 22 de octubre del 85, la locomotora de vapor de un Exprés que cubría la ruta Granville-París, atravesó la fachada de la estación de Montparnasse a causa de un fallo en los frenos. El accidente fue tan espectacular que creó una verdadera psicosis en la población. Milagrosamente, los 131 pasajeros y los dos conductores de aquel convoy salieron vivos del trallazo, siendo la única víctima mortal una mujer que, en mala hora, pasaba por la calle. Son los peligros de esperar el silbido del tren...
 
 
Je pouvais t´imaginer, toute seule, abandonnée
Sur le quai, dans la cohue des "au revoir".
Et j´entends siffler le train,
Que c´est triste un train qui siffle dans le soir...




miércoles, 2 de julio de 2014

Los comienzos del torero Caracho

En el año 1926, tras un viaje a Nápoles, Gómez de la Serna, don Ramón, remató su ocurrente y grotesca novela "El torero Caracho", donde el toro de la greguería asoma en todos los capítulos, virtuosamente escritos, oscilando del humor a la amargura. Como la mitad de los lectores del blog ya están de vacaciones -y la otra mitad las rumia-, durante el mes de julio publicaré algunos fragmentos de "El torero Caracho", lectura muy recomendada para este tiempo jovial.
 

Brindis imaginarios a los balcones cerrados, creencia petulante de chico que cree  que de todas partes le miran, incitación de las camisas de puntilla colgadas de algunas ventanas, miradas lánguidas de las hijas de las otras porteras que lo miran todo apoyadas en el quicio de las puertas, todo fue creando en Caracho la obsesión y el orgullo de la torería.
 
Los primeros toques valientes en el testuz cálido los dio a las vacas de la lechería de más abajo, que volvían a la tarde de los pastos de todo el día, sonando el río de sus cencerros y ensanchando la calle como la ensancha todo el miedo [...] El vaquero, más peligroso que la vaca, le amenazaba con su vara fresnera; pero Caracho sabía dar otro quite al vaquero, que no le perseguía porque sabía muy bien que era el hijo del guardia.
 
Su mayor deseo era el de conseguir un par de cuernos de esos que parecen tirar todos los días de las carnicerías, pero que es muy difícil que guarde el carnicero al niño inquieto [...] "Seré torero pase lo que pase", se decía Caracho jurándoselo detrás de la puerta de su portal, en el ángulo triste de la verdad y el contador del agua.
 
 
[...] El primer traje de luces que usó Caracho lo compró en el Rastro, donde estaba sobre la silla que quedaba al lado del lecho del suicida, con sus ropas últimas colgadas para no volvérselas a poner. ¿En qué portería se habría cosido poco a poco aquel traje? De hijo de portera a hijo de portera, la predestinación no hacía más que cambiar de cuerpo.
 
Los bombones de gloria que madroñaban el traje estaban envueltos en su especial papel dorado y se descubrían abalorios que venían a jugar bien con el oro y eran como los ojos del pez fantástico. Pendientes de un color rosa pálido que parecían haber sido de unas muchachas que se murieron, completaban los alamares y arracadas.
 
Sesenta pesetas le valió el traje de aquel sorche del torero que se despachó al otro mundo. Tenía dos o tres desgarraduras que le daban cierta mala pata; pero conque no se abriesen de nuevo los costurones todo estaba arreglado. Para clasificar aquel traje un crítico taurino dijo "piojo y oro".

lunes, 30 de junio de 2014

Princesas de la media almendra y un oporto

"Tu sombra sin tacones vi, sin verte,
sobre vidrios del alba y en el pecho
caliente aún mi medalla sin camisa".


Él, tan noble, tan entero, se había acostumbrado a mirar la vida de perfil. Son cosas de los hombres. Cosas de la vida misma. Cosas.
 

Mirar la vida de perfil, como hacían los ojos claros, irónicos, buenos, de Rafael de Penagos es cuestión de tiempo, de prisa, de acostarse tarde y levantarse tarde, del vino, del tronío, del desvío, del taco y del tabaco. Como os decía: cosas de hombres.

 
En aquel Madrid del veintitantos, que su nombre en triunfo evoca, Europa entera estaba de perfil. Y a través de su persiana verde -como loro Alfonsino y precipitación cariñosa de geranios-, una persiana para evitar la "inlunación", ya que el sol ni siquiera se había descubierto, Penagos, como un griego de Madrid, por vocación de hombre y por vocación de su apellido montañés que suena a griego, miraba, donde casi no había eso, unas mujeres elegantísimas, como galgos rusos que parecían haber dejado su mantoncillo, castizales en un guardarropa de transición, para ejercer de falsas y deliciosas princesas de la media almendra -media almendra y un oporto- en la barra de un bar con música sincopada y negro con librea en la puerta.

 
[...] Y las mujeres, que no eran así, nuestras mujeres, empiezan a parecerse a las mujeres de Penagos; pierden cadera, se les alargan los dedos para coger bien un "murati" o un "kedive", leen Blanco y Negro o La Esfera, juegan su amor a la ruleta o en los "caballitos" de San Sebastián, oyen los tangos de Spaventa y se pintan las uñas de rojo como si vinieran de buscar algo en las entrañas del "Soldado Desconocido".
 
Era así.

César González-Ruano (1954)
 

Me acompaña la noche de tus ojos,
ojos claros de noche y no de cielo.
Das soledad en compañía, acento
de gravedad sonora y en silencio.
Clásico de un amor limpio de idioma,
con tus ojos mirando, el mundo sueño.

Todo lo diste sin saber que dabas
más que tu pierna, tu desdén, tu aliento,
el mordisco, el desmayo y la premura
de los amores sin amor al Tiempo.
Pero eras el espacio de mi límite
capaz de hacerme en una noche eterno
.

viernes, 27 de junio de 2014

Las anchas tardes


¡Qué anchas eran las tardes! Se perdía uno en ellas. Estaba el cielo alto sobre el patio, o el jardín, la tarde, como el mar en los mapas, llenándolo todo de azul, y nosotros como barquillos en el mar. No sabíamos dónde ir, ni en qué quedarnos, ni para qué. Subíamos a los corredores o bajábamos al jardín y nos quedábamos junto a la fuente, metíamos la mano en su agua, oíamos los gorriones, quizá cruzaba un palomo, o caía una campanada. Por la calle, nadie. Porque los que pasaban a diario acababan por no ser nadie, ser un poco más de aquel silencio, tan grave, de la tarde.
 
Y uno andaba vacío, de acá para allá, sin tener dónde asirse, vanamente; de acá para allá, esperando con vaguedad la llegada de algo sobre la tarde, tan ancha, tan serena e impenetrable.
 

[...] Se estaba bien, tumbado, sin hacer nada, sobre las baldosas si era verano porque estaban frescas, sobre una estera, si no, mirando al techo, mirando las sombras de la calle por la pared, o el juego del sol tras las persianas. Diciéndose:
- Debe ser el mulo del hortelano.
O:
- El agua de la fuente.
- Las jacas de don Pedro.
- El coche de los muertos.
- Nada, ahora nada.
 
Pero la nada no era tan sencilla. Transcurría. Hasta que de nuevo la sombra o la voz de una muchacha cantando, o el ruido de otra que lavaba, o la campanilla. ¿Quién sería? Podía ser todo. El huésped maravilloso, la esperada señora, el regalo mayor. Y mientras, nosotros, tumbados como si nada. La vida era así. Una sombra de fuera, reflejada en la pared, el paréntesis entre dos ruidos, una suspensión maravillosa, la posibilidad de que llamaran y se entrara por las puertas quién sabe quién. O nada. Simplemente estar tumbado y que no pasara nada. Un aleteo, un asomarse a un barandal precioso, a un paisaje temblador. El puro reflejo de todo en algo que estaba dentro de nosotros y que debía parecerse a un agua tranquila, a una tarde sin límite.
 
José Antonio Muñoz Rojas
Las musarañas (1957)

miércoles, 25 de junio de 2014

La ciudad que olvida, pero no perdona


París está de cumpleaños: celebra las 125 primaveras de su vecina más esbelta, la Torre Eiffel. La dama de hierro se inauguró oficialmente el 31 de marzo de 1889, para la Exposición Universal. Aunque en su día no entusiasmó a los parisinos -la consideraban un monstruo de metal-, hoy acoge a siete millones de visitantes cada año. Sin embargo, pocos saben que la Torre Eiffel estuvo al pique de un repique de volar por los aires.
 
 
Si París sigue siendo la Ville Lumière se debe, en gran parte, al militar alemán Dietrich von Choltitz. Nombrado por el propio Hitler comandante de las tropas germanas en París en agosto de 1944, tenía la orden precisa de no entregar la ciudad a los Aliados sin arrasarla previamente, minando los 45 puentes que cruzan el Sena y sus principales monumentos: la Torre Eiffel, el Elíseo, el Arco del Triunfo, el edificio de la Ópera, las estaciones... Sin embargo, en el último momento, rodeado por las tropas estadounidenses en su avance por el Frente Occidental, Choltitz desobedeció la instrucción directa de Hitler de dinamitar toda la ciudad y convertirla en un campo de ruinas.
 
 
¿Por qué razón Choltitz corrió un riesgo así? No se sabe con seguridad. Al parecer, en su decisión influyó poderosamente la opinión de Raoul Nordling, un diplomático sueco nacido en París (durante la Segunda Guerra Mundial, Suecia fue neutral). Como curiosidad, en la película ¿Arde París? de René Clément (1966), Orson Welles interpretó el papel del cónsul Nordling quien, tras la guerra, fue nombrado "citoyen d´honneur de Paris" y hoy cuenta con una pequeña plaza al sur de la iglesia de Sainte-Marguerite. En cambio, ninguna calle parisina lleva el nombre de Dietrich von Choltitz. Bajo la larga sombra de la Torre Eiffel, la ciudad olvida, pero no perdona.
 
Choltitz (arriba) y Nordling (abajo)
 

martes, 24 de junio de 2014

La noche más corta

Entre San Luis Gonzaga y San Juan, se encadenan las noches más cortas del año. El sol se retira rozando las diez.
 
 
Cuando despunta el estío, me gusta recordar a Hopper. Este cuadro suyo, pintado en 1947, lleva por título Summer Evening, traducido como Anochecer de verano. En él, una joven pareja conversa en un porche. Sus miradas no se cruzan, pero el chico se lleva la mano izquierda al pecho, intentado explicar algo. Ella, pensativa y ausente, viste a la moda de los 50. La puerta verde se encuentra cerrada, mientras que las cortinas de la ventana ondulan, dejando pasar el aire. ¿Están en el campo o en la ciudad? Imposible saberlo, pues la luz que desprende la casa contrasta poderosamente con la oscuridad exterior. El cuadro sugiere que, independientemente de cuál sea el problema que tiene la pareja, no llegará a una feliz resolución. Quizá eso explica la impenetrable negrura que abraza al porche.
 
Se incendia el árbol de la noche
y sus astillas son estrellas,
son pupilas, son pájaros.

(Octavio Paz)
 

Sostenía el canadiense Mark Strand que en los cuadros de Hopper asistimos a las escenas más familiares con la sensación de que para nosotros son esencialmente remotas, incluso desconocidas. La chica de Summer Evening mira al vacío: parece estar en cualquier parte menos en donde efectivamente se encuentra, perdida en un misterio que la pintura no puede revelarnos y que sólo intentamos adivinar. "Es como si fuésemos testigos de un acontecimiento que somos incapaces de nombrar", explicaba Strand. Sentimos la presencia de lo que permanece oculto, de lo que sin duda existe, como las sombras de una noche de verano, pero sin llegar a mostrarse. "Hopper ejerce su poder sobre nosotros con extraordinario tacto: dándole forma a la privacidad, otorgándole un espacio donde pueda ser atestiguada sin ser violada".
 
 
[...] Una noche de verano
cuando el cielo es más azul
y más dulzón el canto del barco italiano.
 
Con su luz mortecina, un farol
con las sombras gambetea,
y en un zaguán está un galán
hablando con su amor.
 
[...] Y cruza el cielo un aullido
de algún perro vagabundo,
y un reo meditabundo va silbando esta canción:
una calle, un farol, ella y él.

lunes, 23 de junio de 2014

El tiempo de las cerezas... y las picotas

Te traeré de las montañas flores alegres, copihues,
avellanas oscuras, y cestas silvestres de besos.
Quiero hacer contigo
lo que la primavera hace con los cerezos.
(Pablo Neruda)


Pasó la primavera de Neruda, cayó la flor blanca y las cerezas, del Jerte o del Bierzo, ya esperan en los puestos entoldados de los mercados o en el cuenco fresco de una cocina a la sombra. Uno descubre que ha comenzado el verano cuando, una noche, sale a la terraza con una docena de cerezas en la mano. ¡Pero es tan corto el tiempo de las cerezas...!
 
 
J'aimerai toujours le temps des cerises
C'est de ce temps-là que je garde au cœur
Une plaie ouverte!
Et Dame Fortune, en m'étant offerte
Ne pourra jamais fermer ma douleur...
J'aimerai toujours le temps des cerises
Et le souvenir que je garde au cœur!
 
 
Le temps de cerises es una canción antiquísima, compuesta en Francia en 1866, con letra de Jean-Baptiste Clément y música de Antoine Renard. Otra canción dedicada a este fruto rojo, más reciente y alegre, es la que lleva por título Life is just a bowl of cherries (La vida es un cuenco de cerezas), interpretada por Jack Hylton y su orquesta en 1931.
 
 
 
Realmente, las picotas -que se recogen en el Jerte- son más dulces y de carne más firme que las cerezas. Para distinguirlas, uno tiene que fijarse en el rabito: si no lo tiene, son picotas extremeñas. La maduración de éstas últimas es también un poco más tardía, por lo que su temporada dura hasta mediados de agosto. El tiempo de las picotas termina, aproximadamente, con la Semana Grande de Bilbao.
 
 
Vino Teresa y callaron todos. Y como no quisieron probar un guiso de pernil que aquélla trajo, se sirvieron compotas y rubios melindres bañados en miel y un canastillo de cerezas, grandes relucientes, que descansaban sobre hojas de su mismo árbol. Toda la mesa pareció regocijarse; en cada fruto encendía la lámpara un rubí húmedo [...]
-Hijo, no merecen estas cerezas tu entusiasmo. Son las más tempranas y las más ruines. Más adelante las tendrás riquísimas.
-¡Qué cerezal, tía Lutgarda, el de Posuna! ¡El del cementerio ya resulta negro de tan apretado!
-Come sin recelo, que estas cerezas no son de este paraje, y están recién cogidas.
-A mí me es igual que sean de allí.
 
(Las cerezas del cementerio, Gabriel Miró)